En metalurgia, la escoria son las impurezas del metal que, una vez fundido y refundido, quedan aparte del lingote limpio y reluciente, listas para ser tiradas a la basura — o para ser destinadas a usos menores o marginales al proceso que importa.
Cualquier democracia tiene también tiene sus escorias. Hay quien participa de la política para gestionar y mejorar la vida de la polis y quién tiene usos menores o marginales dentro del proceso, impurezas que hay que eliminar.
El problema es que a menudo se hace difícil distinguir unos de otros (especialmente cuando la subversión de las proporciones hace repensar los conceptos de menor o marginal). En un mundo donde la información es escasa y dosificada a conveniencia, requiere a menudo un esfuerzo titánico separar el grano de la paja. Siguiendo con los símiles de Física y Química de bachillerato, nos intentan convencer de que todos son carbono, mientras la realidad es que la composición interna de los unos los convierte en diamantes para la sociedad, y la composición interna de los demás les hace ser carbón del que traen los Reyes Magos (a los votantes).
Estos son tiempos, sin embargo, de abundancia de información, de luz, de comunicación. Estos son tiempos, sin embargo, que nos permiten:
Constatar que, por suerte, no todo el mundo piensa así, que existe por ejemplo la plataforma Badalona Som Totes i Tots [Badalona Somos Todas y Todos] que trabaja para la integración (y no la desintegración) de la ciudadanía.
Cuando toda una sociedad se convierte en luz y taquígrafos, incluso dentro de un pleno municipal, ya no vale nadar y guardar la ropa.
Hace unos días un amigo me comentaba que estaba flirteando con un partido político cuya ideología repugna a su padre. Yo pensaba que era vox populi e hice un comentario ante ambos. Momentos después mi amigo me reprendía por levantar la liebre ante su padre.
Siempre matamos al mensajero: es más fácil que responsabilizarse de las propias acciones. Pero sinceramente espero que pronto habrá tantos mensajeros a matar que no se dará abasto, y aunque sea a regañadientes, se tendrá que acabar dando la cara.
Decirle al propietario de unos derechos de propiedad intelectual qué tiene que hacer con ellos es como decirle a una hija adolescente que deje a su novio porque no le conviene: es tan legítimo — e incluso bienintencionado — como contraproducente.
El problema es que mezclamos dos planos de la realidad distintos: un plano aplicado, práctico, de lo que es, relacionado con la gestión, con otro plano teórico, conceptual, de lo que debería ser, relacionado con los principios.
Uno de los argumentos habituales a favor de las descargas y el compartir archivos con copyright es que, en el fondo de los fondos, sale a cuenta. Lo leo, por ejemplo, en el último artículo de David Ballota en Nacionred, Informe Fedea: Legislar contra las descargas frena el desarrollo económico donde cita que un estudio afirma que no está demostrado que la industria del ocio vaya a perder a causa de las descargas y el intercambio de archivos.
En terminos generales, y en el plano de lo práctico, mi consejo suele ser parecido: Internet es un tren tan ancho que no se puede dejar pasar, porque o te subes o te arrolla; el poder transformador de las tecnologías de la información y la comunicación va más allá de un mero cambio de ciclo (económico, social, etc.).
Sin embargo, a menudo la cuestión no es esta.
Nos quejamos (y con razón) los consumidores que con la coartada de la lucha contra la (a veces más que supuesta) piratería, nuestros derechos se vulneran, desde nuestros derechos más fundamentales a otros derechos que a menudo pasan desapercibidos (como tomar notas en mi libro electrónico, leerlo en el dispositivo o dispositivos que quiera o hacerme una copia de seguridad, que la informática es muy traicionera).
Sin embargo, pasamos por alto la simetría en la salvaguarda de nuestros derechos. Que las distribuidoras de música se entesten o no en recrearse en un modelo de negocio caduco (o no) es, al fin y al cabo, su problema. Cada uno tiene el derecho a tirar el dinero como quiera.
Y, sobre todo, un autor debe ser libre de decidir si quiere vender discos o quiere utilizar estos para promocionar sus conciertos. Y decidir si quiere tocar en directo o prefiere quedarse en casa. Si con ello paga la hipoteca o se muere de hambre, es su derecho. Si un autor prefiere el papel y que su obra no se digitalice, está en su derecho.
A nivel práctico, a un nivel económico, estas pueden ser estrategias más o menos acertadas. A un nivel superior, al nivel de los derechos, no hay lugar para relativismo alguno. Pidamos, pues, respeto para los derechos, para todos los derechos, y solamente así el debate (y la solución) será posible.
El Pew Internet Project acaba de publicar Government Online, su último informe sobre gobierno electrónico. Aunque los dados se refieren a la población de los Estados Unidos para 2009, en España no estamos muy lejos — por detrás o por delante, según indicador — del caso norteamericano, por lo que resulta interesante recuperar aquí las principales conclusiones del informe.
Siempre para el caso americano
Un 82% de los usuarios de Internet accedieron servicios y contenidos en línea desde webs gubernamentales;
es decir, un 61% del total de adultos americanos;
un 48% buscó información sobre políticas públicas;
y un 46% consultó la oferta de servicios públicos;
un 35% consultó datos o información pública.
Aunque los datos sobre un nivel superior de interacción son más modestos (19% aplicaron a un trabajo público, 15% pagó una multa), el informe deja claro que la información pública tiene una demanda creciente a través de Internet.
Es más, el informe también explica que los esfuerzos de las agencias gubernamentales de abrir su datos y ponerlos a disposición del público están teniendo su respuesta en los ciudadanos y que los ciudadanos se organizan alrededor de plataformas en línea, que las interacciones ciudadano-gobierno van más allá de la página web y que en muchos casos los ciudadanos quieren compartir sus puntos de vista personales sobre la gestión del gobierno. Dicho de otro modo, los datos públicos son la gasolina de la participación ciudadana, y cuando hay transparencia, hay incentivos para una mayor y mejor rendición de cuentas y un mayor compromiso ciudadano con su gobierno.
En España son seguramente paradigmáticas las plataformas e-Catalunya, la iniciativa de participación electrónica de la Generalitat de Catalunya, o el recién creado pero imparable Irekia, el proyecto de gobierno abierto del Gobierno Vasco (que incluye Open Data Euskadi para compartir datos públicos).
En mi opinión, y estos últimos datos me refuerzan en mis convicciones, los proyectos de gobierno electrónico basados en poner a disposición de la ciudadanía toda la batería de servicios e información pública en Internet tienen tres grandes impactos:
Mayor eficiencia y eficacia de la Administración Pública, tanto a nivel interno, como externo, es decir, la relación con el administrado y el tiempo y recursos que este destina a la Administración también se hacen más eficientes.
En base a esa mayor eficiencia, hay un impulso de la demanda de infraestructuras tecnológicas y, más importante, de competencias digitales, lo que redunda en una población más y mejor preparada para los retos de la Sociedad de la Información (es decir, reducimos la brecha digital).
Se hacen cada vez más evidentes los motivos de la supuesta desafección ciudadana por la política y la gestión pública. En mi opinión, muchos ciudadanos dejan de participar en política no por falta de interés, sino por hastío de ver su tiempo y energías malgastados tontamente en beneficio de las agendas individuales de muchos políticos y gobernantes, que divergen de las de aquellos (esto último evidente con un repaso rápido a la prensa diaria).
En otras palabras, y adaptando el dicho: que la clase política y los gobiernos no tengan una estrategia clara y decidida en relación a la Sociedad de la Información, no solamente no los hace partícipes de las soluciones que otros están construyendo, sino que los hace parte del problema.
Iba a empezar con un «vaya por delante que…» sobre mis convicciones religiosas. Pero no lo haré, porque no debería ser relevante lo que (en) lo que yo crea o no. Porque ese es, precisamente, el quid de la cuestión.
Olvidemos por un momento el pañuelo islámico que, por mezclarse a menudo religión y género, no nos dejará pensar con claridad. Pensemos, en su lugar, en un pequeño crucifijo de madera al cuello o una sencilla kipá en la cabeza.
De religiones y política
La Constitución Española está muy clara, meridianamente clara: el Estado es laico y no promoverá credo ni ideología; por otra parte, los ciudadanos son libres de creer en lo que quieran y en quien quieran, en manifestarlo con total libertad y en asociarse con otros con ideas similares según les convenga. Todo esto, claro está, con el respeto a los demás por delante: creer que alguien es inferior por pensar o distinto y reunirse para matar a estos recae en otra categoría tipificada en el Código Penal.
Dicho esto, el Estado no debería, bajo ningún concepto, colgar en las paredes de sus escuelas (públicas) un crucifijo. Ni una Estrella de David. Ni tan solo una foto del Che. A lo mejor una John Maynard Keynes o de Milton Friedman (discutible, por ser economistas con fuerte interpretación y apropiación ideológica), pero no de Felipe González o José María Aznar. La institución no debe ni puede alinearse. Punto.
¿Y los individuos, los ciudadanos a título individual? En mi opinión, cualquiera debería tener el derecho de entrar en clase con un crucifijo al cuello, la kipá en la cabeza, una camiseta del Karl Marx o una gorra de Margaret Thatcher. Creo que están en el derecho de manifestar sus creencias, igual que vería bien que, a la hora del recreo, los niños musulmanes rezaran de cara a la Meca y los ecologistas arengaran a sus compañeros sobre el cambio climático.
Creo que un abismo separa una escuela laica de una escuela laicista o laizante, una escuela que sea neutra respecto a credos o ideologías respecto a otra que promueva una supuesta neutralidad que, de facto, lo que hace es promover la erradicación de credos e ideologías. Esto último es manifiestamente anticonstitucional.
De género
La constitución también es clara respecto a la discriminación por diferencias de género, raza y otras «diferencias» en general. Está prohibida. El trato discriminatorio no se tolera en nuestra sociedad. Y en muchos casos, se pena y se castiga.
Cuando una mujer sea discriminada hay que perseguirlo y al discriminador caerle encima todo el peso de la ley. En la escuela y fuera de ella. El maltratador, el racista, el xenófobo no deberían poder tener lugares donde refugiarse ni sus execrables acciones posibilidad de tregua: ni en la escuela, ni en el trabajo, ni en casa, ni en la mismísima calle.
¿Velo o no velo?
No lo sé.
En cualquier caso, tengo la impresión que en el debate (¿confrontación?) sobre el tema del velo se mezclan dos derechos, fundamentales, pero distintos: libertad de credo y no discriminación por género. Y tengo igualmente la impresión que algunos utilizan un derecho para anular el otro… y también que otros utilizan el otro derecho para anular el uno.
En el debate sobre si velo sí o no en la escuela, deberíamos tener claras dos cuestiones:
¿Admitimos que los estudiantes lleven, a título individual, señas identitarias (religiosas, políticas) en un espacio público?
¿Es el velo algo que tiene que ver con el género o con la religión?
Como ya he comentado, soy partidario que cada uno se identifique donde quiera y como quiera. A diferencia de las paredes de la escuela pública, que son del Estado y que es laico porque así se acordó, las paredes de cada uno son de cada cual. Y no encuentro diferencia sustancial entre llevar el crucifijo o la kipá en clase, por la calle, en el teatro o en el estadio.
Respecto a la segunda cuestión, no tengo una opinión formada. Conozco personalmente padres marroquíes «occidentalizados» (= poco sospechosos de ser islamistas radicales) sorprendidos por (y relativamente reticentes a) la reciente adopción del hiyab por parte de sus hijas, que lo han hecho para reivindicar su identidad cultural. Y conocemos también muchísimos casos donde parecido o el mismo pañuelo es símbolo de degradación y sumisión, como lo fueron los lutos de nuestras abuelas cuando enviudaron.
En cualquier caso, es urgente identificar a aquellos que usan el tema del género para discriminar a aquellos que tienen tal o cual fe o ideología, así como aquellos que usan tal o cual fe o ideología para discriminar a la mujer. Identificarlos y expulsarlos del debate. Por totalitarios.
Una de las defensas que habitualmente esgrimen aquellos que denostan o ignoran blogs, twitters y otras plataformas de tipo participativo es que «hay que leer demasiado» o no tienen tiempo para leer «tanto». Aunque en muchos casos el argumento debe estar más que justificado, en muchos otros suele esconder dos deficiencias.
La primera, que se mueve entre la desidia y el cinismo, es que, en realidad, no se lee ni pizca o se hace de una forma manifiestamente deficiente. Así, todo lo que sea leer siempre será demasiado. En profesiones donde, simplificando mucho, el trabajo se reduce a procesar para enriquecer información — periodistas, profesores, investigadores, políticos… — El límite de lo que se lee debería ser el total de tiempo de que se dispone, no la falta de voluntad. Cuando alguien dice que esto de los blogs le obliga a leer, uno debe preguntarse cuánto debe leer el interlocutor en general y, según la respuesta, que narices se cree que es el trabajo de ________________ (rellenar con una profesión que haga uso intensivo del conocimiento).
La segunda es que han hecho obras en la Biblioteca de Borges, la han ampliado, han cambiado la puerta de lugar, y muchos ni se han dado cuenta. Lorenzo Gomis nos advertía que los interesados producen y suministran los hechos pero los medios en general o bien caían en la trampa o ya les iba bien seguir el juego a los «interesados». Era, claro, una visión negativa de la cuestión. Pero el hecho es que ahora estos interesados ya no son, por ejemplo, los partidos políticos y su propaganda, sino que de interesados somos todos desde el momento que podemos decir la nuestra en un blog, por Twitter, en Facebook o mil otros lugares más. No parece, sin embargo, que poner la oreja para escuchar los «interesados» tenga ningún tipo de interés.
Se hace necesario — y de forma urgente —, ante todo, admitir que todo el mundo puede generar una noticia. No generarse en el sentido de ser aplastado por un globo aerostático en la Plana de Vic: generarla en el sentido de estar allí para fotografiarlo con el móvil y subirlo a Internet desde allí mismo, comentar la jugada por Twitter y escribir una soflama en el blog culpando del incidente a la inmigración sin papeles. Segundo, hay que saber que, como el agua, la información ha encontrado nuevas vías por donde filtrarse al público. Como el agua, las noticias has sabido colarse entre los diques con que partidos y medios (afines a los primeros) habían emparedado el río de la información.
Si antes los periodistas eran zahoríes que tenían que encontrar lo que era relevante, ahora son mineros con embudo y cedazo: ya sabemos dónde está el oro y «sólo» hay que separar de la arena y la pirita.
Me entrevista Cristóbal Cobo para Aprendizaje Invisible, uno de sus últimos proyectos sobre todo aquel aprendizaje que tiene lugar fuera de los espacios formales de la academia.
Las preguntas son :
¿Qué opinas de la combinación entre aprendizaje formal e informal?