Legitimidad versus legalidad. Independencia: la constitución o la vida

El no-debate alrededor del derecho a la determinación y la independencia de Catalunya sigue siendo un partido de tenis entre dos cuestiones distintas: la legitimidad y la legalidad. Y mientras no se consiga estar en un mismo plano, es difícil que haya un debate digo de ser llamado tal y, sobre todo, constructivo.

Por una parte se encuentra la legitimidad, lo que es justo, lo que tiene el apoyo de la ciudadanía. Y el soberanismo (no confundir soberanismo con independentismo) ahora mismo goza del apoyo de una holgada mayoría: entre un 71,3% y un 83,9% apoyarían la realización de un referéndum de autodeterminación en Catalunya (lo que, insisto, no necesariamente implica que votaran que sí, opción que se ha situado, apenas unos puntos por encima del 50% en las últimas encuestas, aunque de forma constante y con tendencia a crecer).

Por otra parte tenemos la legalidad, lo que está dentro de la Ley, lo que esta permite. Y la Ley no permite hacer un referéndum de autodeterminación de ninguna de las maneras. La Ley permite:

  • Hacer un referéndum para consultar (es, pues, no vinculante) decisiones políticas de especial trascendencia (artículo 92 de la Constitución). El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados.
  • Se puede también realizar un referéndum cuando el objeto de este sea reformar la Constitución, ya sea parciamente (artículo 167 de la Constitución) o en su totalidad (artículo 168 de la Constitución). En el primero de los casos, el referéndum se aprobará por una mayoría de 3/5 en el Congreso y en el Senado o de 2/3 en el Congreso.
  • Por último, deben convocarse referenda para cuestiones relacionadas con la iniciativa del proceso autonómico y aprobación de estatutos (artículo 151 de la Constitución) o reforma de los estatutos de autonomía (artículo 152 de la Constitución).

No hay, pues, cabida, dentro de la legislación vigente, para que un presidente autonómico convoque un referéndum sobre la autodeterminación. La única forma de hacerlo sería que lo hiciese el Presidente del Gobierno amparándose en el artículo 92, el que habla de las decisiones políticas de especial trascendencia. Cuando el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras pide intervenir Catalunya con la Guardia Civil no hace otra cosa que exigir un escrupuloso cumplimiento de la legalidad (aunque sea de la forma más primaria conocida, dicho sea de paso).

El esquema de las posibles opciones que presenta la convocatoria de un referéndum de autodeterminación puede parecerse al siguiente:

Como esquema que es, adolece de la simplificación de los matices. Vemos que hay tres salidas principales: un referéndum legítimo y legal; un cumplimiento de la Ley que conlleva la no realización de la consulta, llevándose con ello por delante la legitimidad de dar voz a la ciudadanía; y un referéndum legítimo que, por ilegal, se lleva por delante la legitimidad del gobierno y las instituciones democráticas estatales.

Vale la pena hacer hincapié en dos puntos de este esquema.

El primero — sombreado en rojo — que he venido a llamar «bucle de la deslegitimidad«. Dicho bucle — que transita por las líneas de puntos hasta encontrar una salida en la desconvocatoria del referéndum o su realización de forma no permitida — consiste en el conocido juego de la gallina: a ver quién es el primero que se apea de su posición, subiendo cada vez más las apuestas y, con ello, el riesgo de tener un fin violento al bucle. Este fin violento puede ser de muchas naturalezas: por una parte, las fuerzas del orden se enfrentan a quien quiere realizar la consulta contra viento y marea (el caso de la Guardia Civil tomando Catalunya); por otra parte, quienes querían hacer la consulta inician protestas al ver sus voces acalladas (cualquier manifestación con final violento es un buen ejemplo); por último, los ciudadanos que ven a su gobierno flaquear ante la presión popular, deciden que ellos son más fuertes que las instituciones (el caso más tristemente ilustre, el golpe de estado de 1936). Estos tres casos se deben, en el fondo, a lo mismo: la falta de legitimidad en las distintas instituciones democráticas (gobiernos, parlamentos, consultas a la ciudadanía) dan paso, por activa o por pasiva, a la violencia.

El segundo punto a tener en cuenta es que fuera de ese bucle de la deslegitimidad hay un «bucle de la legitimidad» — sombreado en verde — que a menudo pasa desapercibido. Se trata de todo ese espacio que hay entre la inmovilidad y la violencia: el debate y la negociación, la democracia. Si bien es cierto que las posiciones están muy enrocadas para que ese diálogo fluya, hay, al menos, dos consideraciones a tener en cuenta de cara a los próximos meses:

  1. ¿Cuál es el coste de forzar un referéndum a toda costa? ¿Puede la legitimidad de las razones pagarse con violencia? No es una pregunta retórica: la opción de una respuesta violenta por parte del Estado es real. Es posible que tenga una baja probabilidad, pero la opción está ahí.
  2. ¿Cuál es el coste de evitar un referéndum a toda costa? ¿Cuánta violencia puede justificarse para mantener intacta la Constitución? Igual que antes, la pregunta no es retórica en absoluto. El 11 de septiembre de 2012 muchos ciudadanos salieron a la calle no para interpelar al Gobierno del Estado, sino a las instituciones catalanas en un síntoma inequívoco de ruptura del diálogo.

Cuando se demoniza el uso de la fuerza por parte del Estado para evitar el referéndum, esta es una crítica hecha desde la legitimidad (¡y hacia la paz!) pero contra la legalidad. Y hay quién solamente piensa en términos de legalidad. Y hay quién cree que la Ley está por encima de todo, hasta de las voluntades de quienes la forjaron.

En mi opinión, atacar la legalidad es atacar el síntoma, no la enfermedad. Creo que sería más eficaz (y más prudente) atacar la inoperancia de la legalidad para afrontar los nuevos problemas de la sociedad. En lugar de criticar el uso de la fuerza (síntoma), criticar el no acomodo de la Ley… para que no haya que usar la fuerza.

La defensa de un derecho — a la autodeterminación, a la sanidad universal, a la educación pública, a la igualdad de oportunidades… — debe, en mi opinión, ir a la raíz de la injusticia, no a sus segundas derivadas.

Considero que los soberanistas catalanes harían bien no en pedir celebrar un referéndum, sino en pedir que se pueda hacer dentro de la legalidad. La legitimidad ya la tienen.

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Evaluando un discurso político por su fondo (no por su forma)

En un mundo donde prima la inmediatez sobre lo reflexivo, y lo apetitoso a la vista sobre lo apetitoso a la razón, la comunicación política ha devenido algo hueco, vociferante y unidireccional en lugar de ser la comunicación política una herramienta para explicar las opciones que hay y dar a conocer la elección que hace el gobierno o un partido en función de sus principios y los pros y contras de dichas opciones.

La consecuencia de todo ello es que cada vez hay menos mensajes políticos que apelen a algo más que nuestro sistema límbico, ese cerebro de reptil que rige nuestros más básicos instintos: el placer, el miedo, la agresividad. Así, hay que hacer un verdadero esfuerzo para poder llegar al fondo de lo que está comunicando un mensaje, apartando la hojarasca, los fuegos artificiales y ese barroquismo eufemizante llamado lo políticamente correcto.

Hay, para mí, tres puntos fundamentales sobre los que debe edificarse un discurso político que pretenda ir más allá de las formas y aportar ideas o reflexión, un discurso que pretenda abrirse al diálogo y no cerrarse en el monólogo. Que sean fundamentales no significa que su cumplimiento sea inflexible e incondicional —es posible que en algún momento del discurso sean brevemente pasados por alto…— pero sí que la lógica interna del discurso esté firmemente fijada alrededor de ellos.

Estos puntos son:

  1. Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas.
  2. Ninguna afirmación sin datos que la sustenten.
  3. Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva.

Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas

Cuando un discurso cualquiera habla más de los demás que de sus ideas suele ser señal que tiene poco que aportar. En especial, porque unas determinadas ideas o propuestas son más o menos válidas con independencia de la quien las formule o proponga. La ley de la gravedad no deja de actuar porque la enuncie un facineroso, ni la mayor de las atrocidades es más aceptable porque la justifique un Nobel de la Paz.

La política, además, es un terreno que ha perdido legitimidad a marchas forzadas. Los componentes de sus instituciones se han desviado de perseguir el bienestar público para perseguir la permanencia en el poder a través de la maximización de votos. En este contexto, cualquier referencia ad hóminem se puede interpretar automáticamente como una interpelación a los adversarios más que a los ciudadanos. Cada vez que un político denuncia que el partido A pactará con el partido B da la sensación de que habla para sí mismo y para sus correligionarios, no haciendo ningún tipo de aportación relevante para quien paga los impuestos. Habla sobre votos y no sobre bienestar. Habla sobre políticos y no sobre políticas.

"A pactará con el partido B" es asimilable en profundidad a "la rapacidad del neoliberalismo descarnado" o "el bonismo ingenuo de los progres". Están también al mismo nivel "apelamos a la responsabilidad de B para aceptar las propuestas de A" o el tan denostado como concurrido "y tú más".

Por favor, que el discurso no se centre en el gremio y sus intereses particulares, sino en los ciudadanos y el interés público.

Ninguna afirmación sin datos que la sustenten

La política debería recaer en profesionales: profesionales de la toma de decisiones (lo que no quiere decir que se perpetúen en el cargo, sino que sean capaces de tomarlas, y eso hay que saber hacerlo). Y el esquema básico de la toma de decisiones es de una simplicidad extrema: se recopila información sobre una cuestión y se toma una decisión racional que se justifica por la información recabada. Por supuesto, la complejidad del momento de tomar la decisión —de esa racionalidad— puede ser mucha, pero el proceso sigue siendo simple: (1) informarse, (2) decidir.

Esta regla de oro no debería violarse jamás. No hace falta explicitar todos los detalles del complejo proceso de tomar la decisión, pero dejar de explicitar la información que fundamenta la decisión tomada —o la propuesta formulada— significa que el simple proceso de (1) informarse, (2) decidir se ha visto reducido a la mitad: se decide o propone sin información. Por pura intuición. Por intereses particulares. Por prejuicios contra algo o por fe en algo. Por pereza y por desidia. O por todo lo anterior.

Cada vez que se afirma algo categóricamente sin aportar sus fundamentos, se ponen sobre la mesa dos opciones: o bien se toma al ciudadano por un votante iletrado, con el que no hay que perder el tiempo con explicaciones que será incapaz de entender; o bien no hay explicaciones que dar ni mucho menos que entender. Ambos supuestos son deleznables. El segundo por los motivos ya expuestos. El primero —creer que el ciudadano es imbécil— porque además de subestimarlo edifica una decisión sobre un consenso más que dudoso al no ser comprendido y, por tanto, difícilmente compartido y legitimado.

Es necesario —o al menos conveniente— tomar decisiones a partir de los consensos (que es distinto de la unanimidad). Si no, es probable que se estén tomando decisiones contrarias a dichos consensos. ¿Quién representa, entonces, a quién?

Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva

Vetar la crítica gratuita del discurso político podría ser un objetivo en sí mismo. No es ésta, sin embargo, la cuestión. Vetar la crítica gratuita o destructiva del discurso político implica o bien abstenerse de esa crítica gratuita o, mucho mejor, realizar una crítica informada y constructiva. Pedir a quien realiza una crítica que venga con una propuesta bajo el brazo supone que la crítica se ha hecho (a) desde una posición informada y (b) desde una posición comprometida.

Proponer alternativas supone que quien hace la crítica ha hecho un esfuerzo por conocer la problemática que aborda así como un esfuerzo por conocer las distintas opciones que están dentro de lo factible. Supone también que no solamente se conocen las opciones, sino sus respectivas ventajas y desventajas, pros y contras, y que se ha sido capaz de ordenar las alternativas en función de una escala propia de valores. En definitiva, supone que quien realiza la crítica constructiva es capaz de conjuntar las alternativas con la propia escala de valores, ordenarlas en función de esta y comprometerse con una de dichas opciones.

Como reza el dicho, si uno no es parte de la solución, es parte del problema. Y como demuestran las encuestas, sobran políticos que son parte del problema: va con el sueldo ser parte de la solución.

 

En definitiva, se trata de pedir al discurso políltico que salga de su discurso endogámico, desde y para el político o el partido. Que evite el enfrentamiento personal para centrarse en la política, en los problemas, en las soluciones, en aquello que preocupa realmente al ciudadano, a quien paga los impuestos, a quien espera de sus representantes que se ocupen de la administración de lo común (no de sus particularidades personales). Un discurso político que demuestre que se ha leído, que se conoce la materia, que si no se conocen las soluciones a todos los males al menos se han identificado los errores del pasado para no reproducirlos en el futuro. Un discurso, por último, capaz de aportar visión: los políticos —como los académicos— cobran para sentarse a pensar, para tomar distancia, para subirse al montículo que aporta el conocimiento y ser capaces de ver algo más lejos que el resto de los ciudadanos. Ese es su cometido. Si no cumplen con él, si ni tan sólo lo intentan, están de más.

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Nacionalismos de ser, independencias de estar

Hay dos argumentos en las luchas nacionalistas — en general, y en concreto en el nacionalismo catalán contra nacionalismo español, y viceversa — que, por irresolubles, son totalmente espurios.

El primero se refiere a la ordenación territorial presente (¿está Catalunya dentro de España ahora?) contra la existencia de una ordenación territorial pasada distinta (¿estuvo Catalunya en el pasado dentro de España?). Dado que se juega en dos planos del tiempo distintos, el dilema no tiene solución. Por otra parte, como el marco temporal se fija de forma totalmente arbitraria, es fácil encontrar tantos casos como opiniones queramos respaldar: una España unida, una Catalunya soberana, media Catalunya y media España árabes y las otras respectivas mitades visigodas, una península romana… y así hasta el Paleolítico, donde constatamos que en unas sociedades eminentemente nómadas, la ordenación del territorio y sus fronteras eran algo poco menos que irrelevante.

El segundo punto de desencuentro irresoluble se refiere a la existencia de una nación catalana (o española). Más allá de lo que dice la etimología de «nación» (los nacidos en un lugar), se suman a esta definición territorial otros rasgos como la cultura y la lengua. Hay, al menos, dos motivos por los cuales el debate sobre si hay una nación catalana o una nación española es irreconciliable. El primero porque las inexistentes fronteras entre Catalunya y el resto de la península son de una gran porosidad, cruzándose hasta la saciedad especialmente a partir de (por poner una fecha aleatoria) el desarrollismo español de la segunda mitad del s.XX. La definición de nación como los nacidos en un territorio, y que comparten cultura y lengua sirve igual para definir, por construcción y dentro del territorio catalán (o español del nordeste peninsular), tanto a la nación catalana como a una parte de la nación española, sin que podamos separar a los unos de los otros (si es que los hay, que es el meollo del debate). El segundo motivo porque, ante un mundo con cada vez mayor movilidad, el concepto de nación es cada vez más endógeno, más personal, más subjetivo: ahí están las naciones judía o romaní como ejemplos paradigmáticos. Y lo que es endógeno y personal no puede ser definido en términos objetivos y, en consecuencia, acordar una definición consensuada y del agrado de todos.

Hasta aquí, dos aproximaciones irresolubles a estos nacionalismos que se definen por «ser»: ser un territorio, ser una nación.

Hay una segunda aproximación, mucho más pragmática a la vez que prosaica, que se basa en un «estar» y al que Jean-Jacques Rousseau denominó Contrato Social. El contrato social no es más que un matrimonio entre muchos, en el que estos muchos deciden renunciar a algunas libertades a cambio de un bien mayor fruto del vivir en comunidad, compartir determinados recursos y someterse a la coordinación o gobierno de una institución superior: el Estado.

Como cualquier contrato, el matrimonio puede romperse si uno de los cónyuges así lo desea. A veces tiene solución, a veces no la tiene.

El contrato social lo suscriben (hipotéticamente) todos y cada uno de los ciudadanos en el día a día. Cuando un ciudadano decide romper el contrato, lo hace marchándose del ámbito de influencia de dicho Estado. Como, por norma general, no puede vivir completamente aislado del resto de ex-compatriotas que siguen subscribiendo el contrato ni puede llevarse la casa y las tierras consigo, lo que en la práctica tiene que hacer es abandonar el país.

Pero cuando son muchos los que quieren romper ese contrato y, además, viven adyacentes los unos de los otros, lo que sí pueden hacer son dos cosas al mismo tiempo: romper el contrato social que tenían inicialmente con otros ciudadanos y firmar uno nuevo solamente entre ellos.

Un estado de derecho se basa en los pactos (leyes, contratos) firmados entre los ciudadanos. Más allá de otras definiciones de España y Catalunya (totalmente legítimas, por supuesto), España y Catalunya son un contrato, un contrato social. Ante la posibilidad de ruptura del contrato, lo que prima en un estado de derecho no es si las personas son esto o son aquello, ni la historia ni los sentimientos personales, sino si las partes desean o no cumplir un contrato, si las personas quieren estar o no. El soberanismo y la independencia son una cuestión, sobre todo, de querer estar. Y si el contrato no es satisfactorio, o bien se cambian las cláusulas o se da por finiquitado.

Y, probablemente, la mejor forma de saberlo, de saber si el contrato es válido, es preguntando educadamente. Sin disquisiciones gordianas ni aspavientos. Y lo que salga, sea.

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¿Es neutral una declaración de independencia?

Esta es una entrada en dos partes sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, la convocatoria a la manifestación unitaria el día 11 de septiembre de 2012 bajo el lema Catalunya, nuevo estado de Europa y la existencia de dos tipos de sentimiento independentista en Catalunya. En la primera parte, Las tres independencias (y media) de Catalunya argumento que no son dos sino tres estas diferentes aproximaciones a la cuestión independentista; en la segunda parte, ¿Es neutral una declaración de independencia? argumento que precisamente porque se dan tres aproximaciones distintas, es imposible pensar en que un proceso de independencia pueda darse en dos tiempos: una declaración de independencia «políticamente neutral» y un proceso constituyente posterior en el que escoger el color del nuevo estado. Esta es una reflexión personal y sin ninguna pretensión de objetividad ni academicismo. La lengua elegida para su publicación no tiene tampoco ninguna connotación política y únicamente se ajusta a libro de estilo de este espacio.

Una de las afirmaciones que a menudo oímos decir a las personas que optan por la independencia desde una aproximación fuertemente identitaria es que la independencia es algo neutral: la independencia no es de derechas ni de izquierdas, simplemente es; declaremos la independencia y, después, el pueblo eligirá qué tipo de gobierno (derechas, izquierdas…) quiere.

En mi opinión esta afirmación solamente se confirmaría en un único caso: no hay pasado ni presente y el proceso constituyente aparece de la nada. En caso contrario, la declaración de independencia necesariamente debe desembocar en un proceso constituyente que, por construcción, no será neutral: en un momento u otro del mismo habrá que tomar una decisión arbitraria o heredera de instituciones pasadas, por lo que el resultado del proceso tendrá, con toda probabilidad, un sesgo ideológico.

El proceso constituyente

Si nos inspiramos en el proceso constituyente en España en 1977, una declaración de independencia en Catalunya podría tener, más o menos, la siguiente secuencia:

  1. Las instituciones existentes — el Parlament — pactan el cambio de régimen, a saber, se declara la independencia de Catalunya.
  2. Las instituciones existentes pactan unos principios básicos o fundamentales (p.ej. ¿Será una democracia?) y se plasman en lo que podríamos llamar «Constitución provisional o constituyente».
  3. Dicha «constitución constituyente» se aprueba (o no) en referéndum.
  4. Las instituciones existentes diseñan cómo se escogerán las futuras instituciones, es decir, se redacta una ley electoral, habida cuenta que la actual ley electoral pertenece a un pasado que ya no existe. En última instancia, adoptar la ley electoral en vigor antes de la declaración de independencia es en cualquier caso una decisión que debe tomarse y, por tanto, supone optar por un diseño en particular.
  5. Con la nueva ley electoral, se renueva el Parlament y se constituyen unas Cortes constituyentes.
  6. Estas Cortes constituyentes, directamente, delegando en una comisión o con la participación de los ciudadanos, redactan una nueva constitución.
  7. El texto de la constitución se lleva a referéndum para su aprobación (o rechazo) por parte de toda la ciudadanía.
  8. Con la nueva Constitución, se disuelven las cortes y se convocan nuevas elecciones, ahora ya dentro de la nueva ley electoral y la nueva Constitución, para la constitución del primer parlamento dentro de la nueva época.

A efectos prácticos, la secuencia anterior se puede simplificar bastante. Habida cuenta que, a corto plazo, los equilibrios de fuerzas es previsible que no cambien en demasía, creo que el procedimiento anterior es equivalente al siguiente:

  1. Las instituciones existentes — el Parlament — pactan el cambio de régimen, a saber, se declara la independencia de Catalunya. El Parlamento en funcionamiento pasa a ser, automáticamente, unas cortes constituyentes.
  2. Estas Cortes constituyentes, directamente, delegando en una comisión o con la participación de los ciudadanos, redacta una nueva constitución.
  3. El texto de la constitución se lleva a referéndum para su aprobación (o rechazo) por parte de toda la ciudadanía.

En cualquier caso hay, como mínimo, dos puntos delicados en todo este proceso.

Neutralidad del proceso constituyente

El primero es la la ley electoral a aplicar. Tanto si se da por buena la ley electoral del régimen anterior como si se redacta una nueva, la decisión tiene un sesgo político. Hay diversos diseños en la forma de elegir a los representantes públicos, y todos ellos acaban resolviendo algunos problemas para dejar desatendidos otros tantos, como bien presenta el breve ensayo de investigadores de la UAB y el CISC La reforma del sistema electoral. Guía breve para pensadores críticos. Valga como ejemplo cómo el actual sistema favorece el bipartidismo y se llevs por delante las minorías, o cómo una alternativa que mitigue el bipartidimo puede convertir el parlamento en una olla de grillos imposible de gobernar.

El segundo punto es, por supuesto, la forma como se redacta la nueva constitución. No hay más que ver la composición de la Ponencia que nombró en 1977 la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados para tener un buen ejemplo de si la redacción de una nueva constitución es neutral o no: dicha ponencia estaba compuesta de 7 diputados, 4 de ellos (mayoría absoluta) con un fuerte sesgo a favor del anterior régimen, dos diputados de izquierda y un único diputado de los nacionalismos periféricos.

Ambas cuestiones son algo que determinará y mucho la nueva independencia. Algunos ejemplos del caso catalán:

  • ¿Qué idiomas oficiales tendrá la nueva Constitución? ¿Dos (catalán y castellano)? ¿Uno (solamente catalán)? ¿Más (aranés…)?
  • ¿Será el nuevo estado una república o se intentará coronar un descendiente vivo de Martín I de Aragón?
  • El nuevo estado, ¿será laico o bautizado como católico en Montserrat?
  • ¿Será un estado neutral y sin ejército, o lo tendrá y se adherirá y aportará tropas a la OTAN y a los cascos azules? ¿Qué tipo de ejército? ¿Vuelve la «mili»?
  • ¿Se reconocerá la propiedad privada? En caso afirmativo, ¿por encima de qué otros derechos?
  • El Banco Central ¿será independiente? ¿cuáles serán sus objetivos de estabilidad macroeconómica? ¿inflación? ¿empleo? ¿crecimiento?
  • La educación, la sanidad… ¿serán considerados derechos fundamentales y universales? ¿se encargará el Estado de proveerlos? ¿bajo qué condiciones?
  • ¿Qué organización territorial tendrá este nuevo estado? ¿Cuántos niveles administrativos? ¿Con qué independencia o con qué grado de centralización?
  • La nacionalidad catalana, ¿será exclusiva de los habitantes de Catalunya? ¿la podrán obtener otros ciudadanos del resto de Països Catalans? ¿Qué derechos otorgará a estos últimos?
  • Etc.

Estas cuestiones, y muchísimas otras más, deberán decidirse a corto plazo, a muy corto plazo. Algunas de ellas son tan trascendentales que directamente hacen optar por un modelo de sociedad u otro (véase el tema república vs. monarquía, sistema capitalista vs. comunista o cuántas y qué lenguas oficiales).

Dado que una constitución se vota en bloque (o sí o no), lo que en ella se incluya vendrá determinado por la composición de la ponencia que la redacte, que vendrá determinada por los políticos que la escojan, que vendrán determinados por quienes hayan salido elegidos para ocupar los 135 escaños del Parlament. Que esos 135 escaños se escojan justo antes o justo después de la declaración de independencia es prácticamente irrelevante a efectos prácticos.

En la más pura de las teorías, en un mundo sin pasado ni presente, es probablemente cierto que una declaración de independencia sea neutral en cuanto a color político. En un mundo real, con partidos establecidos, dificultades (legales, económicas y sociales) a la participación, y los enormes costes económicos tanto de la creación de un nuevo estado como de la realización de unas elecciones cualesquiera, una declaración de independencia no puede ser neutral.

En este sentido, sería muy conveniente que los partidos que llaman a presentar listas conjuntas con la independencia como único punto en el programa electoral — así como cualquier otro partido o plataforma que pida la independencia — manifestasen claramente y sin ambigüedades qué tipo de independencia están pidiendo exactamente. Con ello, el ciudadano podría tener más datos para valorar si dicha indepdencia le conviene o no.

Incluso en el caso de que la aproximación de un ciudadano sea pura y estrictamente identitaria, incluso en el caso en que la independencia esté en primera posición absoluta en su escala de prioridades (y el resto de cuestiones le importen un rábano), al día siguiente de la declaración de independencia, con esa primera posición ya tachada de la lista, ese ciudadano dejará de ser (sobre todo) nacionalista para ser (también) obrero o empresario, comunista o capitalista, republicano o monárquico, pacifista o belicoso, bilingüe o monolingüe, autárquico o ciudadano del mundo, etc. Incluso al más independentista de los independentistas le interesa saber qué pasará después, so pena de encontrarse que se quejaba de una sanidad pública que le atendía en castellano, y ahora le atiende en catalán, pero es privada y debe pagar por ella.

Saber qué tipo de independencia se va a votar es seguramente algo que debería incluir cualquier elección o referéndum sobre la cuestión. Y, como he intentado explicar, esto no puede hacerse después, porque puede ser doblemente tarde: por una parte, porque quien votó sí (o no) puede ver que en el paquete van medidas que son condición suficiente para cambiar de opinión; por otra parte, porque todas estas cuestiones deben necesariamente estar diseñadas de antemano: bastante difícil será un hipotético proceso de creación de un nuevo estado como para dejar lugar a la improvisación.

Se me antoja, pues, necesario, que los partidos que tienen a la independencia como opción en sus programas electorales, intenten ser comprehensivos en sus aproximaciones: solamente con un programa bien definido en el ámbito identitario, económico y político puede ser viable una declaración de independencia. En caso contrario, el nuevo estado nacerá con carencias estructurales importantes, carencias que acabarán minando su viabilidad y sostenibilidad social, económica y política.

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Las tres independencias (y media) de Catalunya

Esta es una entrada en dos partes sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, la convocatoria a la manifestación unitaria el día 11 de septiembre de 2012 bajo el lema Catalunya, nuevo estado de Europa y la existencia de dos tipos de sentimiento independentista en Catalunya. En esta primera parte, Las tres independencias (y media) de Catalunya argumento que no son dos sino tres estas diferentes aproximaciones a la cuestión independentista; en la segunda parte, ¿Es neutral una declaración de independencia? argumento que precisamente porque se dan tres aproximaciones distintas, es imposible pensar en que un proceso de independencia pueda darse en dos tiempos: una declaración de independencia «políticamente neutral» y un proceso constituyente posterior en el que escoger el color del nuevo estado. Esta es una reflexión personal y sin ninguna pretensión de objetividad ni academicismo. La lengua elegida para su publicación no tiene tampoco ninguna connotación política y únicamente se ajusta a libro de estilo de este espacio.

El próximo 11 de septiembre (fiesta nacional de Catalunya), los catalanes están llamados a manifestarse en las calles por… un sinfín de razones. Algunos llaman a ocupar la calle para vindicar la identidad nacional; otros, directamente, por la independencia; todavía otros por motivos económicos, algunos de ellos representados por el Pacto Fiscal. Esta llamada a manifestarse viene además precedida por varias encuestas y barómetros que, en los últimos años, van reflejando un creciente apoyo ciudadano a la opción de una Catalunya como estado independiente de España. Este apoyo se ha nutrido, sobre todo, de un colectivo que defiende la independencia por motivos económicos, sumándose a la ya existente comunidad nacionalista que lo hace por motivos eminentemente identitarios — por supuesto, la frontera es difusa y los colectivos se solapan.

En mi opinión, no obstante, no hay dos sino tres (y media) grandes líneas o aproximaciones a la cuestión independentista. Y aunque no se oponen unas a otras (como he dicho, se solapan en varios puntos), su orden de prioridades es lo suficientemente distinto como para que de su entendimiento la vía independentista tenga viabilidad o no.

1. Aproximación identitaria o nacionalista: la independencia como reivindicación identitaria

Hay un grupo de personas que se sienten, por encima de todo, catalanes. Reivindicar la propia identidad (colectiva) pasa por encima de todo y es un motivo en sí mismo. El objetivo, pues, de la vía identitaria es que la nación como sentimiento coincida con la nación como territorio administrativo o jurisdiccional.

El debate sobre si hay una base histórica o no para dicho sentimiento es, en mi opinión, espurio: uno siente lo que siente en un momento dado, siendo el origen de dicho sentimiento irrelevante. Afirmar que un catalán es español es, de nuevo, espurio: no se puede comparar sentimiento con adscripción administrativa.

2. Aproximación económica

Que en la balanza fiscal entre Catalunya y el estado español hay un desequilibrio a favor del Estado es una cuestión indiscutible, avalada por docenas de estudios al respecto. Se puede debatir sobre su cuantía, pero es un hecho que los contribuyentes catalanes aportan más a las arcas del Estado que lo que este gasta en el territorio o los ciudadanos catalanes.

La existencia de este déficit fiscal se ha justificado históricamente por el principio de solidaridad entre territorios. Quienes piden la independencia de Catalunya por motivos económicos persiguen, básicamente, o bien el fin de dicho principio de solidaridad o bien una redefinición del mismo. Dentro de esta aproximación económica, hay a su vez distintas aproximaciones o motivaciones:

  • No se quiere ser «solidario» o bien se quiere decidir, año a año, cómo, cuánto, con quién y en base a qué. De entrada, no a la solidaridad y, en consecuencia, no al déficit fiscal: lo que se recauda en Catalunya, se queda en Catalunya, se incluye en los presupuestos y es allí donde se decide si hay transferencias (con o sin contrapartida) con otros territorios.
  • Sí a la solidaridad, pero con un límite: el resultado después de repartir rentas no puede cambiar la lista de autonomías ordenadas por renta per cápita. Es decir, el rico no puede quedar más pobre que el pobre una vez realizada la aportación solidaria. En el límite, todos igual. Pero nunca, jamás, alterar el orden.
  • Sí a la solidaridad, pero no a la solidaridad incondicional: si en 30 años de autonomías (y solidaridad interterritorial) la riqueza relativa de las autonomías prácticamente no ha variado, es probable que el mecanismo de solidaridad para el desarrollo equitativo deba ser revisado (planes de desarrollo, de inversiones, etc.). Sí, pues, a la solidaridad para el desarrollo (finalista) pero no a la solidaridad como transferencia neta de rentas. Esta aproximación puede contemplar saltarse el punto anterior, es decir, que el rico acabe más pobre que el pobre porque este último merece un empujón extra, pero ello no puede ser de forma indefinida.

3. Aproximación política

Hay un último colectivo, con un fuerte sentir europeísta y federalista, que cree firmemente en el principio de subsidiariedad, es decir, en acercar o ajustar al máximo la gestión política al territorio. La independencia de Catalunya desde este punto de vista perseguía acercar la toma de decisiones al ciudadano («Madrid no tiene porqué decidir sobre una cuestión de ámbito estrictamente catalán»). Se trata, pues, no de una cuestión económica sino política, de cómo tomamos niestras decisiones, de cómo diseñamos nuestras instituciones.

Aunque es independiente de la aproximación económica, tiene algunos puntos en común con ella: la corresponsabilidad fiscal implica que una administración sea a la vez responsable de los ingresos y de los gastos ligados a estos, con lo que se supone que resulte en una política más responsable de gastos así como una mayor libertad para establecer ingresos que redunden en una mayor autonomía del gasto.

3½. El soberanismo como derecho

Existe también otro «medio» motivo o aproximación para (no exactamente) pedir la independencia: porque es un derecho. No hace falta ser nacionalista ni tampoco independentista (no hace falta sentirse catalán o desear la secesión del territorio catalán del español) para creer que cualquier colectivo tiene derecho a organizarse como desee y situarse bajo un marco administrativo determinado.

Se puede ser soberanista y abogar por el derecho a la autodeterminación, incluso promover un referéndum… y acabar votando en contra: el soberanismo es un derecho, la independencia es una opción. Aunque a menudo se confunden y se equipara a quien defiende el derecho con quien defiende la opción. No debería tener nada que ver… aunque es cierto que todo independentista es soberanista y es quién más vehementemente suele defender dicho derecho.

Manifestación del 11S-2012 y estado de la cuestión

Iniciaba esta reflexión (personal) diciendo que el próximo 11 de septiembre los catalanes están llamados a manifestarse en las calles por un sinfín de razones: son, entre otras, las anteriores. Los partidos y plataformas ciudadanas que se están adhiriendo a la acción de autoafirmación/reivindicación/protesta invitan a que cada ciudadano manifieste su propio sentir, tenga este el sentido que tenga.

Mi esquema personal de lo que cada partido viene a defender — en las urnas, en el Parlament, en los medios o en la calle — es más o menos el que presenta el diagrama siguiente:

Es esta percepción, por supuesto, totalmente subjetiva y parcialmente informada. No es ni pretende ser reflexión objetiva y ni mucho menos académica: ya se encargan partidos y simpatizantes de que sea imposible saber a ciencia cierta y de forma rigurosa qué pretende cada dirigente político, por no hablar de su agregación como partido. En cualquier caso, su objetivo no es otro que intentar situar visualmente a los partidos, tanto en el llamado eje constitucional (España–Catalunya) o el eje social (izquierda–derecha). Seguramente también se puede leer en clave Estatut, Pacto Fiscal o Federalismo. Insisto: esta es mi visión, que puede estar tan equivocada como la de cualquiera.

¿Es compatible salir a la calle a defender un sentir al margen de que el compañero salga a defender el suyo? En mi opinión, no lo es. Considero que las tres aproximaciones no son incompatibles pero sí riñen en lo que prioriza cada una. Por otra parte, la falta de un agente que intente crear un programa basado, al mismo tiempo, en las tres visiones o aproximaciones hace que, sistemáticamente, una u otra quede fuera del tablero de juego. Y esto último sí hace, por excluyente, que sea extremadamente difícil hacer converger las distintas aproximaciones a la cuestión de la independencia.

⇒ Leer la segunda parte: ¿Es neutral una declaración de independencia?

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Sobre las abusivas dietas de alojamiento de los diputados

Los diputados del Parlamento español de circunscripciones distintas a Madrid perciben unas dietas en concepto de alojamiento de 1.823,86€. De ellos, al menos 70 diputados declaran tener una vivienda en Madrid, lo que ha encendido todo tipo de críticas.

Dichas críticas se han recrudecido al publicarse las nuevas condiciones del Programa PREPARA. El argumento es del estilo «los parados percibirán 450€ para vivir mientras que los diputados perciben 1800€ para viajar ¿es esto justo?».

Veamos, pues, si esos 1.823,86€ en concepto de alojamiento es abusivo o no lo es.

Pongamos un ejemplo que me resulta cercano: un diputado por Barcelona. Supongamos que (a) su familia no va a trasladarse a vivir a Madrid (entre otras cosas porque la pareja muy probablemente tiene también su propia carrera profesional) y (b) el diputado no quiere perder el contacto con los votantes de su circunscripción. Ello significa que deberá viajar a Madrid para asistir a los plenos y reuniones propios de su cargo y volver a Barcelona. Supongamos que realiza dicho viaje de ida y vuelta una vez por semana, lo que suma un total aproximado de 8 viajes. Entre plenos y reuniones, lo habitual será dormir en Madrid entre 2 y 4 noches por semana (supongamos que la media son 3 noches por semana).

Según los supuestos anteriores, la estructura de los costes de alojamiento que maneja un diputado de Barcelona puede parecerse bastante a la siguiente:

  Precio Cantidad mensual Total mensual
Avión 65€ 8 520€
AVE 120€ 8 960€
Alquiler 700€ 1 700€
Hotel ***
(3 noches)
100€ 12 1.200€
Hotel ***
(4 noches)
100€ 16 1.600€

No obstante, y como bien recuerdan en Qué Hacen Los Diputados:

En referencia a los gastos de desplazamiento, el Congreso los paga aparte, tal y como recoge el régimen económico de los diputados: El Congreso de los Diputados cubre los gastos de transporte en medio público (avión, tren, automóvil o barco) de los Diputados. Se trata de un reembolso de gasto, es decir, no se facilita una cantidad al parlamentario, sino que se le abona directamente el billete a la empresa transportista. Excepción hecha, claro está, del uso del propio automóvil, en cuyo caso y previa justificación, se abona 0,25 € por kilómetro.

Por tanto, en las dietas de alojamiento no debemos incluir las de desplazamiento, que son cubiertas aparte.

Combinemos ahora, pues, la estructura de costes de alojamiento con la estructura de ingresos, tomando dos escenarios: en el primero, el diputado disfruta de las dietas de alojamiento; en el segundo escenario se las hemos quitado. Para el cálculo de los salarios mensuales netos, hemos tomado los 39.394,18€ brutos, hemos dividido por 14 pagas, y hemos utilizado la calculadora de Calcula Tu Sueldo y Cinco Días. El resultado final es una media de unos 2.000€ netos al mes, además de las 2 pagas extra.

  Alquiler Hotel (3 noches) Hotel (4 noches)
Gastos alojamiento 700€ 1.200€ 1.600€
Salario mensual neto con dietas 3.824€ 3.824€ 3.824€
Salario mensual neto sin dietas 2.000€ 2.000€ 2.000€
Neto después de gastos con dietas 3.124€ 2.624€ 2.224€
Neto después de gastos sin dietas 1.300€ 800€ 400€

Como puede verse en las dos últimas filas de la tabla, las dietas suponen un «sobresueldo» en todos los casos, tanto si se opta por el hotel como si se opta por el alquiler, dado que son más que suficientes para pagar los gastos de alojamiento. Por supuesto, la cantidad de dietas no gastadas en alojamiento variará en función del número de noches y del hotel escogido, o bien del precio del alquiler.

No obstante, en el caso de que eliminemos los 1.823,86€ de dietas de alojamiento, el diputado acaba trabajando por un salario de, como mucho, 1.300€ netos al mes, llegando hasta un máximo de 400€ mensuales netos si tiene que quedarse 4 noches en Madrid. Estos últimos no son, precisamente, sueldos competitivos especialmente si se opta por el hotel. Si lo que queremos es que nuestros representantes públicos tengan una cierta preparación y el mercado de trabajo privado no sea una opción mucho mejor que ser diputado, esas (o algún tipo de compensación por el alojamiento) deben mantenerse para no disuadir de optar por la vida política a muchas personas.

Aparte del coste de oportunidad de trabajar en el sector privado, es fácil también que, manteniendo salarios bajos para los diputados haya incentivos a buscarse un sobresueldo fuera, ya sea por medios incompatibles con su puesto o plenamente ilegales, ya vía pluriempleo, ya sea centrándose en sus propios negocios, tres casos que sin duda van en contra del beneficio público.

Vistos los datos, y en mi muy personal opinión, las dietas de alojamiento de los diputados no son abusivas, aunque sí ciertamente generosas. En el caso límite, estas dietas suponen un incremento de facto del sueldo de más de un 50%.

Lo que seguramente hay que revisar, pues, no es la necesidad de las dietas en sí, sino el diseño del sistema de compensación de gastos así como los usos poco éticos del mismo. Si estos datos sirven para un diputado en Barcelona, seguramente no son válidos para un diputado de Guadalajara, Toledo, Ávila o Segovia, que muy probablemente puede ir a dormir a casa, o por contra, serán mayores para, por ejemplo, un diputado de A Coruña que probablemente deberá pasar más noches fuera por disponer de menores opciones de transporte. A ello habría que añadir algún tipo de (no)compensación para quienes ya disponen de una vivienda en Madrid, teniendo en cuenta que esta puede ser una tercera opción ante el hotel o el alquiler, o teniendo en cuenta también que, de no estar ocupada por el inquilino, devengaría unas rentas de alquiler para este que, por causa de su cargo, dejaría de percibir.

Y si lo que se quiere es tener a políticos mejor pagados, no debería hacerse a través de las dietas (una opción poco transparente y que que, entre otras cosas, no son contributivas) sino, directamente, a través del sueldo.

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