Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 09 marzo 2013
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En los últimos días se ha dado la coincidencia de la defensa de tesis del (ahora ya) doctor Darío Quiroga y la publicación de la edición para 2012 del informe IRIA. ¿Qué tienen en común estos dos sucesos?
Nos dice el Portal de la Administración Electrónica:
El informe IRIA presenta una visión global de la situación y uso de los Sistemas y Tecnologías de la Información y las Comunicaciones en las Administraciones Públicas, recogiendo los principales agregados del sector y su evolución […] El informe se elabora en base a la explotación de la información obtenida mediante la actualización de los Sistemas de Información REINA e IRIA. El Sistema de Información REINA tiene como ámbito la Administración del Estado y se actualiza anualmente en el marco de la Comisión Permanente del Consejo Superior de Administración Electrónica. El Sistema de Información IRIA tiene como ámbito la Administraciones Local y se actualiza bienalmente.
En otras palabras, los informes IRIA y REINA presentan un encomiable esfuerzo de inventariado de las infraestructuras tecnológicas en la administración pública española, así como las inversiones realizadas en el terreno a lo largo de los distintos ejercicios que cubre. Este inventario nos sirve, entre otras cosas, para detectar en qué lugares hacen falta más inversiones de forma que la cobertura de dichas infraestructuras sea mayor, o sea equitativa, así como detectar posibles puntos de fracaso debido a una carencia de dichas infraestructuras.
No obstante, nos explicaba Darío Quiroga en su tesis doctoral que aunque tanto los países de América Latina y de la OCDE han invertido fuertemente en Tecnologías de la Información y la Comunicación en los últimos 12 años, solamente los segundos las aprovecharon para cambiar sus instituciones y apostar fuertemente por cambios en los modelos organizativos y los procesos productivos. Los primeros, así como algunos países asiáticos, no obstante, enfocaron sus inversiones tecnológicas a substituir y mejorar los procesos, pero sin transformarlos. La ausencia de cambio organizativo e institucional explicaria una parte importante del diferencial de productividad y de impacto en el PIB entre los países de la OCDE y los de América Latina.
¿Y esto qué tiene que ver con los informes IRIA y REINA de la Administración Electrónica?
La respuesta es muy simple: su visión estrictamente centrada en las infraestructuras, dejando al margen tanto los procesos y la organización como, muy importante también, el lado de la demanda, a saber: el uso que hacen los ciudadanos.
Una gran carencia que tienen los informes IRIA y REINA es que si bien sabemos cuántos ordenadores, cuántos portales de Administración Electrónica o cuandos DNI electrónicos, no sabemos el uso de los ordenadores y portales y DNI electrónicos, para qué se utilizan, si han supuesto un ahorro en dinero o en tiempo para la Administración o para el ciudadano. En definitiva, sabemos cuánto, cómo y dónde hemos invertido, pero nos queda la pregunta del millón por hacer: para qué y, por tanto, si ha valido la pena.
Si bien es cierto que el INE — y seguramente las administraciones a título individual — recoge algunos indicadores de uso, ni son comparables al detalle de que disponemos para infraestructuras e inversiones ni sirven tampoco mucho para la toma de decisiones, por más que el Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información y el organismo estatal Red.es se esfuercen (y lo hacen, mucho y bien) en exprimir los datos.
Sería deseable, pues, al elaborar este tipo de informes, hacerlos más comprehensivos, incorporando (de una vez) indicadores tanto del lado de la oferta como de la demanda. De no hacerlo, jamás podremos hablar de impacto. A efectos contables, en la hoja de cálculo o en la presentación ante una sala de prensa, gastarse una millonada en ordenadores o quemar esa millonada en una hoguera es prácticamente lo mismo: es dinero que sale del bolsillo. Si bien es fundamental saber dónde va el dinero — y es meridianamente diferente gastar que invertir —, si no sabemos a quién ha llegado, no sabemos nada o casi nada, con lo que no sabemos si sirvió para algo. Porque, más allá de la contabilidad, está la economía y, sobre todo, la política.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 04 marzo 2013
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ZoomNews acaba de publicar la pieza El 15-M pasa de las acampadas a la acción, de Aurora Muñoz, sobre cómo ha evolucionado el movimiento del 15M en los últimos meses y, sobre todo, analizar cuál ha sido su impacto — si es que lo ha tenido.
La invitación de Aurora Muñoz de participar en el reportaje me pilló de viaje y cuando tuve tiempo de responder a sus preguntas, el artículo ya estaba cerrado. Copio aquí las respuestas que le di y que complementan (en el sentido de que no desmienten, sino todo lo contrario) lo que otros han aportado en el artículo original:
Muchos se quejaban al nacer el 15-M de que aquella acampana tenía fines inconcretos y no materializaba su actividad en nada. ¿Crees que el inmovilismo de Sol sirvió?
No comparto la idea de que el 15M no tuviera fines concretos (y me sorprende la expresión «inmovilismo», dicho sea de paso). Considero que el problema de los fines — unas veces explícitos, otras muchas veces tácitos — del 15M es que no eran unos fines que pudieran medirse con los indicadores habituales de la política institucional, a saber: apoyo a un partido político, sentido del voto en unas elecciones.
El primer gran objetivo de las acampadas era crear un ágora de debate, un punto de encuentro que facilitase el diálogo entre los ciudadanos. Estos, afectados por diversas crisis (paro, acceso a la vivienda, acceso al crédito, exclusión de la toma de decisiones) encontraron en las acampadas uno de los pocos lugares donde compartir sus inquietudes y, muy importante, darse cuenta que detrás de todas ellas había un denominador común: una profundísima crisis de gobernanza.
El segundo objetivo — que ya se avanzaba en el lema de Democracia Real Ya —, era llamar la atención de los tomadores de decisiones en general, y de los representantes públicos en particular, sobre esa crisis de gobernanza, crisis que se intuía al iniciar las acampadas y cuyo desarrollo acabó corroborando.
Estos dos objetivos — crear espacios de diálogo, apelar a determinados agentes sociales para que transpusiesen esos espacios de diálogo en las instituciones – no eran en absoluto inconcretos, pero escaparon, ciertamente, a las antenas de partidos, parlamentos, gobiernos y medios de comunicación, sintonizadas para escuchar los anquilosados barómetros políticos y sociológicos.
Si nos apartamos, no obstante, de los indicadores habituales y, sobre todo, abandonamos el cortoplacismo, hay hoy en día, casi dos años después, muchas cosas que no se pueden explicar sin la existencia del 15M:
- El gran apoyo de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), con el suceso paradigmático de la aceptación de la tramitación de la ILP para la dación en pago.
- La acentuación de la desafección política, también entre los votantes de la derecha.
- El éxito de iniciativas como 15MpaRato, el anuario de MediaCAT, etc.
- La puesta en la agenda pública de cuestiones como la transparencia (Ley de Transparencia, aunque por supuesto muy mejorable), la corrupción (con propuestas de pactos y leyes contra esta lacra, con mayor contundencia de los juzgados), la seguridad (acoso contra los abusos policiales, con comisiones de investigación, dimisiones y juicios en varios casos), la crítica mordaz al partidismo de los grandes grupos de comunicación, etc.
¿Podríamos decir, dos años después, que aquella ola de indignación ha venido para quedarse?
Preferiría pensar que lo que se ha quedado es un mayor compromiso de la ciudadanía en las cuestiones públicas. Creo que es innegable que la participación ciudadana ha aumentado en los últimos años, aunque, de nuevo, esta pase desapercibida en los principales indicadores al respecto.
Ello es así porque la arquitectura interna de los partidos, junto con la existencia de las muchas herramientas que proporciona Internet, ha significado un paulatino abandono de la participación representativa o institucional, pivotando hacia figuras extra-representativas como las manifestaciones y acampadas, ateneos y centros cívicos, plataformas ciudadanas, y campañas de ciberactivismo. Todo ello fuera de — y a menudo a pesar de o incluso contra — las instituciones democráticas — gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos y ONG —, por lo que es menos visible (acentuado por el ninguneo de los grandes medios de comunicación), pero no por ello inexistente.
En este sentido, la “indignación” no solamente se está quedando, sino que está más activa que nunca. Seguramente no con la masificación de las plazas durante la segunda quincena de mayo de 2011, pero sí de una forma más profunda y, ante todo, más consciente: si tomamos los datos del CIS, vemos que hay un punto de inflexión en los días 11 al 14 de marzo de 2004, a partir del cual sube la desafección en paralelo a un mayor sentimiento de empoderamiento del ciudadano, que tiene a su disposición muchas más herramientas que antes (en el 11M, los SMS; en el 15M las redes sociales) para autoorganizarse y para poder llevar su agenda política a cabo.
¿Qué evolución se ha observado en este tiempo?
Como ha ido ocurriendo en los últimos 10 años donde Internet ha ido moldeando mucha de la participación ciudadana, la evolución del 15M ha ido en la línea de abandonar grandes ideales para ir a apoyar y poner en práctica causas concretas, a menudo muy cercanas al ámbito de lo local: debates y asambleas en centros cívicos y ateneos, dación en pago, 15MpaRato, las distintas mareas por los servicios públicos, los movimientos por una mayor transparencia y abertura de los gobiernos, la denuncia sistemática de la corrupción a través de plataformas y redes ciudadanas. Muchas de estas iniciativas no vienen pilotadas por partidos, sindicatos u organizaciones no gubernamentales al uso — aunque haya podido haber adhesiones y apoyos — sino que se inician en el seno de la sociedad civil no institucionalizada (podemos abandonar ya el “no organizada”).
La evolución del movimiento del 15M sigue una pauta que ya se ha podido ver, por ejemplo, en el terrorismo islamista promovido por Al-Qaeda: en una primera fase se genera un imaginario, un discurso, unos objetivos generales, para que, en una segunda fase, cada célula aplique a su caso particular el paraguas ideológico del movimiento. Por supuesto, hay dos grandes diferencias entre el 15M y Al-Qaeda: la primera es su carácter cívico, democrático y decididamente constructivo; la segunda, de una relevancia crucial, es la ausencia de un líder identificable, lo que la hace más resiliente, flexible y ágil para responder a las diferentes casuísticas de los problemas que afronta en todo el territorio español.
¿Qué retos le quedan por afrontar?
Sin lugar a dudas el gran reto es el impacto institucional. Si bien antes decíamos que el 15M ha tenido un impacto indudable aunque este haya quedado fuera del ámbito de las instituciones, ello no significa que el impacto institucional no sea un área a la que deba aspirar.
El principal motivo de deber aspirar a impactar en las instituciones radica en la diferencia entre empoderamiento y gobernanza. El primero se refiere a la libertad o al poder para actuar dentro de un sistema. En este sentido, el 15M ha empoderado y mucho a los ciudadanos al proporcionarles herramientas, argumentos, confianza o la fuerza de la comunidad para poder hacer oír su voz e intentar conseguir logros en el respeto de libertades y el ámbito socioeconómico.
La gobernanza, por otra parte, se refiere a la posibilidad no de actuar dentro de un marco, o de un sistema político-económico, sino de poder cambiar su diseño, de gobernar dicho sistema además de lo que ocurre en él. Y este es el terreno de las instituciones, que son las que dictan las leyes, regulan las relaciones entre los agentes – políticos y económicos – tanto a nivel estatal como, sobre todo, a nivel supranacional.
Sin lugar a dudas, el impacto institucional es muy difícil que pueda darse sin una complicidad “desde dentro”. De ahí la fundamental importancia no de eliminar el Congreso, sino de “ocupar” el Congreso, ya sea directamente (substituyendo un partido por otro, como sería el caso de las CUP en Catalunya) ya sea indirectamente logrando incorporar cambios sistémicos en los programas de los partidos que actualmente tienen representación. Aunque este último caso requiere, decíamos, la complicidad de los actuales inquilinos de los Parlamentos, inquilinos que, con todavía contadas excepciones, siguen con sus antenas sintonizadas en canales donde hace tiempo solamente aparece la carta de ajuste.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 febrero 2013
Categorías: Política
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No son pocas las voces que han querido remarcar las diferencias entre los casos de corrupción política con total ánimo de lucro personal de la financiación ilegal de los partidos. Ese ánimo de diferenciar, por supuesto, va guiado por un objetivo — a veces tácito, otras veces manifiestamente explícito — de rebajar la condena social hacia aquel que se ha vito implicado en la financiación irregular de su partido: al fin y al cabo, no le guiaba un avaro afán de enriquecerse, sino que actuaba en pos de unos ideales legítimos, como legítimos son los ideales del partido.
Como suele suceder, la apelación a la emoción suele desviarnos de apelar a la razón.
Para empezar, muchos de los casos de financiación ilegal han tenido como fuente las arcas públicas. Desde el punto de vista del origen del dinero robado, robar para uno mismo no es diferente de robar para el partido si, a quien se roba, es al contribuyente. Vaya el dinero donde vaya (a un bolsillo particular, a un partido — más sobre esto después), la cuestión es que sale de la educación pública, de la sanidad pública, de la justicia, de la cultura. Ya que apelamos a las emociones, apelémoslas en todo su rango: cada euro que se roba para el partido o para uno mismo se detrae de los servicios públicos y, en consecuencia, son más estudiantes por profesor, listas de espera más larga, casos judiciales que se alargan o menos museos y menos libros.
En el caso de que los fondos no provengan del sector público, la cosa se vuelve todavía más oscura. Dado que provienen del sector privado, es de esperar que éste quiera algo a cambio. Así, robar para uno mismo se diferencia de este último en que éste añade tráfico de influencias al «simple» robo. Ya no tenemos, pues, un delito, sino dos: una financiación ilegal en el origen — porque este tipo de prácticas no están permitidas en ningún caso — y otra ilegalidad en destino, cuando se devuelvan los favores que se compraron con dinero sucio.
Por último, hay que ver qué hace el partido con ese dinero. Más allá de la cuestión anterior relativa al tráfico de influencias, el partido va a utilizar los fondos para mantenerse en el poder. Sí, probablemente con un objetivo legítimo, pero al fin y al cabo va a utilizar ese dinero para pagar campañas y asesores para llegar o mantenerse en el poder. Una vez en el poder, hará lo que es habitual en este país: nombrar cargos. ¿Y a quién nombrará? De nuevo, robar para uno mismo o robar para el partido no tiene gran diferencia si uno acaba contratado por el partido pagado con el dinero que robo para éste.
De todas formas, todas estas apreciaciones no son sino algo secundario, un mero fijarse en los síntomas, en lo coyuntural, lo contingente. Lo realmente importante es que quien se ha financiado ilegalmente, para él o para su partido, ha consumido con ello el principal capital que todo político debe proteger y cultivar: la confianza. Por eso debe dimitir y por eso debe ser inhabilitado, a no ser que no se demuestre su culpabilidad (que, dicho sea de paso, es distinto a que no haya una sentencia en su contra).
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 16 febrero 2013
Categorías: Política
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En el yin y el yang de la comunicación política, si la cruz es el archiconocido y tú más
, la cara es, sin duda alguna, el y tú no
, es decir, dar lecciones, demostrar que uno ha hecho algo que el otro no ha hecho, o encontrar en la hemeroteca que uno ya proponía entonces lo que otros ni tan siquiera hoy otros se atreven a proponer mientras el tiempo «nos da la razón».
En sí mismo, recurrir al propio ideario y, sobre todo, recurrir a la hemeroteca no es sino algo positivo: demuestra convicción, suele traer a colación argumentos racionales y, si hablamos de una tendencia, es prueba de coherencia política y consistencia en el tiempo. Hasta aquí, todo bien. El problema es cuando a algo que un partido o sindicato ha hecho, dicho o propuesto, a la demostración de que ello ha sido así, se le añade el consabido y tú no
, sea en esta forma o en otras variaciones de la fórmula.
Lo importante, lo que llama la atención
Hay una historia/chiste (políticamente incorrecta) que viene al dedillo para ilustrar porqué, en mi opinión, es muy negativo convertir un logro propio en un arma arrojadiza contra el oponente político. La historia va más o menos así:
Un hombre se encuentra una lámpara. Al frotarla aparece un genio y le concede tres deseos. El afortunado le pide eliminar de la faz de la Tierra a los judios, a los negros y a los pececillos de color azul con jaspeado en verde. A lo que el genio contesta «¿¿¿y por qué los pececillos de color azul con jaspeado en verde???» a lo que el hombre responde «así, ¿te parece bien lo de los judíos y los negros?».
La historia de antes tiene dos mensajes. El primer mensaje, el importante, es el antisemitismo y el racismo atávicos, tan incorporados en el imaginario popular que pasan desapercibidos; el segundo mensaje es la frivolidad, lo divergente, la sorpresa, que aunque totalmente superficial es lo que acapara la atención… pasando a ser el mensaje importante, a pesar de su levedad.
Cuando un partido o un sindicato afirma que hace años que defiende determinadas ideas o propuestas de política, no hay interpretación posible sobre cuál es el mensaje. Cuando ese mismo partido acompaña esas afirmaciones de un ataque a otra formación, los mensajes son dos y se superponen: por una parte, esas ideas o propuestas de política; por otra, el ataque al oponente. Un mensaje es el importante: qué defiende el partido, qué ideas, que propuestas. El otro mensaje es meramente coyuntural, instrumental: hacer daño al oponente.
Sin embargo, la impresión que personalmente tengo es que, como en la historia del genio, lo frívolo, irrelevante y superficial acaba pasando a primer plano. El foco se desplaza del fondo a las formas, y acaban siendo estas últimas lo que los medios acaban recogiendo, lo que el ciudadano acaba percibiendo y lo que el votante acaba recordando.
El partido A recuerda que ellos son más demócratas, más transparentes, más ecologistas, más pacifistas, más sensible al drama del paro, etc. que el partido B
. Lo que llega al ciudadano no es el porqué se es más demócrata ni transparente ni ecologista ni pacifista ni sensible al drama del paro. Lo que llega al ciudadano no es qué políticas defendía el partido A para mejorar la democracia, para que haya rendición de cuentas, para preservar el medio ambiente, para evitar o solucionar los conflictos armados, para fomentar el empleo. No. Lo que llega al ciudadano es que, de nuevo, el partido A se lleva a la greña con el partido B. Y, mientras, los problemas por resolver.
Desafección y trinchera
Puede que no lo recordemos, pero tanto los indicadores de la situación política como los indicadores del sistema político están por los suelos. La percepción de la situación política actual está bajo mínimos (y bajando) y la confianza en el sistema de gobierno/oposición, la gestión del gobierno y la gestión de la oposición no dejan también de empeorar. ¿Tendrá algo que ver que los partidos políticos parezcan más interesados en pelearse que en resolver los problemas de los ciudadanos?
En una situación de desafección tan profunda, cualquier acto es más susceptible que nunca de ser interpretado de la peor forma. Como decíamos al principio, en otras circunstancias sería visto como un ejercicio de coherencia y de consistencia el reivindicar llevar tiempo defendiendo una idea, o incluso el hecho de defenderla. Al añadir la distorsión del ataque al otro partido, no solamente se cambia el foco de lugar, sino que los propios logros se acaban interpretando en clave populista: lo que ahora el partido quiere son votos, es caer en gracia, es buscar complicidades en un determinado grupo, y no hacer aportaciones de valor. Muchos grupos de izquierda vivieron esta interpretación en sus carnes durante la segunda quincena de mayo de 2011: partidos y sindicatos fueron tildados de oportunistas por el solo hecho de acercarse a las plazas.
Es realmente urgente dejar de alimentar la desafección abandonando todo lo que pueda parecer lucha por el poder per se, abandonando la política de trinchera y las guerras partidistas. En su lugar, es ciertamente urgente recuperar el debate de las políticas, de los contenidos, de las propuestas.
La evidencia empírica nos dice, cada vez con más datos, que las personas cada vez se adscriben menos a la grandes ideas, a los movimientos políticos, a las marcas. A cambio, las personas cada vez se hacen más eco de las causas, de los proyectos con un principio y un fin, con objetivos concretos. Los motivos son muchos, pero la crisis de la intermediación, la posibilidad de participar en directo (cambiar la sede del partido por el salón de casa y el ordenador o el móvil), la complejidad de la realidad (que ya no responde a explicaciones lineales o unimodales) y las necesidades acuciantes tienen mucho que ver en este cambio en la forma de participar en política.
Y mientras la ciudadanía torna hacia unas políticas «marca blanca», con alto poder transformador, sin liderazgo explícito, los partidos siguen empeñados en parecer que les importa más destruir al adversario que destruir las adversidades que soportan los ciudadanos.
Termino anticipando una crítica que suele hacerse a esta forma de política de tipo «conciliador»: para llevar a cabo una política hace falta gobernar, y para poder gobernar hacen falta votos, y para obtener votos, no se puede uno andar con según qué caballerosidades. En efecto, a veces hay que romper algunos huevos para hacer una tortilla. De hecho, así, por la fuerza de la espada, es como se instauró en Europa la Edad Media: 1.000 años de estancamiento e incluso retroceso social y oscuridad científica, acallados por el miedo a los señores de la guerra, primero, y a los monarcas absolutistas, después. Es, por supuesto, una opción tan respetable como cualquier otra.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 febrero 2013
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Siempre que aparece un caso de corrupción, de tráfico de influencias, de prevaricación en la esfera pública, con cargos electos y representantes de los ciudadanos en general afectados, surge la pregunta: ¿deben dimitir los imputados? ¿les ampara la presunción de inocencia para poder seguir ostentando el cargo?
Efectivamente, la ley ampara a los políticos — y a cualquier otro ciudadano — a ser considerados inocentes hasta que se demuestre lo contrario y, en caso de que se demuestre que son culpables, a ser sentenciados a un castigo si ello procede.
Pero ¿hay que esperar, pues, a una sentencia judicial?
Cuestión de riesgos y daños
Para reflexionar sobre la respuesta a la pregunta anterior, veamos primero unos ejemplos.
Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que se han vertido sustancias tóxicas en los acuíferos adyacentes a una ciudad. Opción 1: cortar el agua a cientos de miles de personas (y empresas) para evitar la posibilidad de que mueran muchos de ellos por intoxicación. Opción 2: no cortar el agua para evitar los inconvenientes personales y económicos de dejar sin suministro a ciudadanos y empresas. Seguramente no querremos asumir el riesgo de que haya muertos frente a la posibilidad de daños económicos. Los daños económicos, aunque lamentables, quedan supeditados a la vida de las personas.
Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que el monitor de la piscina municipal ha abusado reiteradamente de menores. Opción 1: apartarlo del cargo, alejándolo de toda actividad en la que participen menores para evitar que, si es cierta la sospecha, se reproduzcan los hechos. Opción 2: conservar a la persona en su lugar hasta que se aclaren las dudas para no perjudicar su carrera profesional. Personalmente no querría asumir el riesgo de que mis hijos pudiesen ser objeto de abusos. Ante un daño profesional y unos abusos a menores, tengo claro mi escala de preferencias.
Un último ejemplo. Un carnicero es sospechoso de haber defraudado a Hacienda los impuestos de los últimos dos años. ¿Hace falta cerrarle la carnicería? Ese mismo carnicero es sospechoso de haber utilizado carne en malas condiciones, adulterada químicamente y potencialmente muy perjudicial para la salud pública. ¿Habría que cerrarle la carnicería? Efectivamente, la diferencia entre el primer caso y el segundo es el riesgo de daños a terceros así como su importancia.
Cuestión de confianza
Los cargos políticos, por su naturaleza, no son trabajadores normales y corrientes. Entre otros motivos, porque (a) controlan grandes cantidades de poder, (b) controlan grandes cantidades de dinero, y (c) operan en una gran asimetría de información. Por estos tres motivos, la confianza no es un factor más, sino uno de los factores más relevantes. Confianza porque una pequeña desviación en los objetivos será difícil de detectar hasta que el daño no sea, con mucha probabilidad, muy grande e irreparable (por el poder y fondos que se manejan).
Igual que a un monitor de natación se le pide confianza además de una cierta titulación, de la misma forma la confianza es, en política, algo que va en el currículum. Como un título más. Y la carencia de confianza — por actuaciones poco honrosas, por antecedentes penales, etc. — es motivo suficiente para inhabilitar al político, como lo son determinados certificados para poder instalar una caldera con gas natural.
En el caso del carnicero, también debemos confiar en él para creer que la carne que vende es de calidad y, sobre todo, sana. No obstante, que defraude o no a Hacienda, por execrable que nos pueda parecer, no afectará nuestra confianza en la relación que tenemos con él, que no es otra que la compraventa de carne. Mientras confiemos que la carne es sana, sus supuestos delitos (fiscales) solamente serán la comidilla del barrio. En cuanto sus supuestas malas prácticas afecten a la carne que vamos a comer, afectarán nuestra confianza y dejaremos de comprarle la carne. ¿Es injusto? A lo mejor. ¿Es justo jugarnos la salud por ser justos con el carnicero? Seguramente no. La confianza no es, pues, un factor más, sino un factor crucial.
Inhabilitación provisional como prisión provisional
En general, y como decíamos antes sobre la presunción de inocencia, las personas no deben ir a la cárcel hasta que haya pruebas y sentencias que así lo dicten. No obstante, el artículo 503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) apunta algunas excepciones por las cuales una persona irá a la cárcel de forma preventiva antes de tener incluso una sentencia en firme.
Entre los motivos para ir a prisión provisional: que haya antecedentes muy graves o las pruebas sean muy elocuentes, que haya riesgo de fuga, que el acusado pueda destruir pruebas inculpatorias, que se pueda actuar contra bienes jurídicos de la víctima o que haya el riesgo de que el imputado cometa otros hechos delictivos.
Trasladémonos al caso de un alcalde, un concejal, un diputado, un ministro o un presidente que son imputados por algún delito relacionado con su actividad política. ¿Cabe preguntarse si no procede una inhabilitación provisonal, de la misma forma que existe la prisión provisional para otros delitos? Es decir, más allá de si deben ir o no a la cárcel de forma provisional, la pregunta es si la confianza necesaria no se ha visto afectada y merecen una inhabilitación de forma preventiva.
Tomando los ejemplos anteriores y parafraseando el artículo 503 de la LEC:
- ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda volver a delinquir, con el gran impacto que ello puede tener dado el poder y recursos de que dispone?
- ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda hacer desaparecer pruebas que, dada la asimetría de información, solamente él conoce?
- ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda manejar los hilos del poder y afectar las declaraciones y decisiones de terceros relacionados con su caso (testigos, víctimas, jueces y fiscales)?
En definitiva, ¿cuál es el hipotético daño de mantenerlo en el cargo respecto al hipotético daño de apartarlo de él? ¿Cuánto y qué queremos arriesgar?
El daño a la carrera política, el daño al sistema democrático
No obstante, en términos mucho más generales, la disyuntiva no es tanto si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños a muchos otros ciudadanos, sino si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños al sistema democrático, basado en la confianza hacia sus representantes.
Sí, pero, ¿y la carrera política de una persona? ¿La destrozamos sin más? Dos respuestas:
- No es «sin más», sino un cálculo de riesgos. Por supuesto, es un cálculo totalmente subjetivo. Por una parte, hemos hablado todo el rato de razones fundamentadas , por los que los riesgos se inclinan contra el cargo electo. Por otra parte, no son solamente riesgos, sino daños potenciales. Yo siempre me inclinaré por creer que los daños potenciales a la población en caso de corrupción política son mayores que los daños personales al político inocente (esta es, por supuesto, una valoración estrictamente personal).
- Una cosa es la carrera política y otra es la carrera personal. Son muchos los que creen que no debería haber tal carrera política: ni a lo ancho (por acumulación de cargos) ni a lo largo (por mantenerse en la política activa varias legislaturas… o toda una vida). Una dimisión o un cese — y a diferencia de una sentencia en unos tribunales — «solamente» lo inhabilitan a uno para los cargos públicos, quedando toda la esfera privada a su disposición y en consonancia con las capacidades de cada uno.
A todo lo dicho hasta ahora habría que añadir tres consideraciones o matices.
La inhabilitación, cese o dimisión de un cargo público debería poder ser temporal y reversible si se restablece la confianza en dicho cargo. Esta afirmación puede parecer una ingenuidad en un estado de la situación tan perjudicado como tenemos en España (nunca volverá a ejercer…
), pero debería ser algo normal que la justicia estuviese más legitimada y, en consecuencia, también sus decisiones, tanto para mal como para bien.
No obstante (y segunda consideración) nótese que he dicho «si se restablece la confianza», no si se demuestra la inocencia. Por una parte, porque lo que en un juicio se demuestra es la culpabilidad, raramente la inocencia. Es decir, o se es culpable o no culpable, no inocente. Es un matiz que tiene mucho sentido en un juicio… pero que puede perderlo en política: uno puede ser no culpable por no poderse demostrar la culpabilidad, o porque las causas han prescrito… o simplemente porque no es delito algo que sí es éticamente reprobable, especialmente para un cargo público. Afirmar, por ejemplo, que uno está en política para forrarse
no es ilegal, pero es motivo de cese para siempre jamás.
Por último, de la misma forma que se persiguen las supuestas corrupciones y se piden — en mi opinión justificadamente — ceses y dimisiones, de igual forma habría que perseguir, sin piedad alguna, quienes lanzan acusaciones falsas, a sabiendas, con el único objetivo de hacer tambalear la honorabilidad de un cargo político y, con ello, la credibilidad en el sistema. Probablemente debería haber más gente en la cárcel y más periódicos cerrados por este simple pero poderoso motivo.
Pero, insisto, todo esto viene después. Después del cese o la dimisión. Primero, en mi opinión, procede el cálculo de riesgos. Y yo, personalmente, preferiría no arriesgarme.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 12 febrero 2013
Categorías: Política
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Le robo el título Inhibidores de democracia a Jorge Campanillas porque me parece que expresa muy bien el cúmulo de despropósitos que han venido a converger en un único día en el Congreso de los Diputados.
No voy a elaborarlos porque creo que se explican por sí solos.
- El presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, comparece a puerta cerrada en el Congreso de los Diputados para explicar la estrategia del BCE ante la crisis.
- Algunos diputados del Grupo la Izquierda Plural critican la medida y anuncian que retransmitiran por Twitter la comparecencia, bajo la etiqueta #OpenDraghi.
- El presidente del Congreso,
Jesús Posada bloquea la cobertura de telefonía móvil del Congreso de los Diputados
para así evitar que se pueda difundir la comparecencia por ningún modo telemático.
- Los mismos diputados Izquierda Plural consiguen grabar y compartir la comparecencia de Mario Draghi.
- Un discurso que, a final de cuentas, el propio BCE ha acabado colgando en su página web.
- Apenas un rato después, se debate si van a tramitarse (no si van a aceptarse) sendas iniciativas legislativas populares sobre la dación en pago y la declaración como bien de interés cultural de los toros.
- Se trata, insisto, de debatir si se tramitan dichas ILP, no de si se aprueba su texto. Es, pues, una cuestión de democracia y no de contenidos.
- El PP había anunciado vetar el derecho a debatir una ley a petición popular, aunque debido a la tremenda presión popular (y probablemente por el reciente suicidio por un caso de desahucio) ha cambiado el sentido de su voto a última hora.
- Otros partidos se abstendrán (Grupo Socialista) o vetarán (ERC, ICV, CiU y PNV) el derecho a debatir otra ley a petición popular.
Es descorazonador.
Por una parte la ciudadanía tiene que literalmente enfrentarse a sus representantes electos para que le dé la información que le es necesaria para formarse una opinión: comparecencia a puerta cerrada, inhibición de telefonía móvil para evitar comentar el proceso en abierto…
Por otra parte, dichos representantes censuran y vetan este derecho hasta más allá de lo imaginable. Además de intentar frenar la divulgación de la información, se vetan las iniciativas ciudadanas que, a pesar de haber cumplido con los procedimientos establecidos por la Ley (y eso es así aunque al final se decida tramitar la ILP de la dación en pago: la cuestión es de actitud, que no ha cambiado a pesar del cambio de voto).
Por último, incluso quienes creen defender y abanderar los derechos de la transparencia y la democracia, equivocan — repito: equivocan — sus decisiones vetando a su vez las políticas que les son contrarias incluso antes de que su debate tenga lugar, cayendo tan bajo como los primeros. Puede que los toros no sean tan «dignos» como los desahuciados, pero la ILP en sí misma sí lo es. En términos de forma, de derechos democráticos, no hay ninguna diferencia entre la ILP para la dación en pago y la ILP de los toros como bien de interés cultural. Ninguna.
Es, simplemente, descorazonador.
En el momento de cerrar estas líneas hay una euforia no contenida por el anuncio de que el Congreso tramitará la ILP sobre la dación en pago
. Perdonen que no la comparta. En el Congreso hoy se ha vivido, punto por punto, lo más deleznable de la falta de democracia: apriorismos, partidismos, falta de diálogo. En definitiva, negación de la democracia.
Es absolutamente descorazonador.
NOTA: mi posición sobre los toros la dejé clara en Toros no: centrando el debate y Toros no: cuestión de libertad. Votaría siempre que no a los toros, igual que votaría siempre que sí a tramitar cualquier ILP que les haga referencia.