Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 30 marzo 2013
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Hace años que sigo la cuestión de los movimientos sociales y el uso que hacen de Internet. A raíz de ello, los movimientos relacionados con el tema de la vivienda no me son del todo desconocidos. Recuerdo la sentada de V de vivienda en 2006, uno de las primeras wikis por la vivienda de 2007, o la ya más reciente participación de Ada Colau en el seminario de Comunicación y Sociedad Civil en 2011.
Mis primeras impresiones sobre todos estos movimientos eran opuestas aunque (por paradójico que pueda sonar) muy claras. Por una parte, una enorme empatía emocional con quienes impulsaban dichos movimientos, especialmente los que no pedían tanto una «vivienda digna» sino una vivienda y punto (caso de los desahucios). Por otra parte, desde la fría racionalidad, el convencimiento de que muchos habían cometido excesos (de confianza, de chulería, de prepotencia) y que cada palo tenía que aguantar su vela. El conocimiento más o menos cercano de más casos del segundo tipo (excesos) que del primero (tragedias humanas) provocaban un sesgo en mí que me obligaba a hacer un esfuerzo por comprender todos los argumentos de todas las partes.
Casi siete años después de las sentadas por una vivienda digna mis dudas y sentimientos encontrados sobre la cuestión perduran, pero no así el peso que doy a cada uno de ellos: el drama de los desahucios es, realmente, un drama de grandes dimensiones y profundidad, y en mi opinión urge hacer algo al respecto. Por otra parte, incluso dentro de los que podríamos considerar «personas que hicieron excesos», encontramos matices de gris y, sobre todo, e incluso en el más claro de los casos de «exceso», víctimas que no merecen los excesos de sus padres: a saber, sus hijos. A todo esto, y más allá de la visión micro o del caso concreto, se añade el contexto y la visión macro o de conjunto: qué tipo de leyes tenemos, qué sistema de prioridades tienen esas leyes, qué derechos protegen a costa de qué otros derechos, qué formas de control se ha dotado a ese sistema legal y, mucho más importante, qué mecanismos de corrección del mismo sistema regulatorio tenemos activados y cómo de bien o mal están funcionando dichos mecanismos.
Esta digresión me sirve para definir, aunque sea de forma indirecta, la naturaleza de un problema político: agentes que tienen puntos de vista distintos sobre una cuestión, cada uno con sus intereses particulares, y que al extender su impacto y alargarse en el tiempo acaba deviniendo un problema colectivo. En oposición a la política como gestión de problemas que afectan — directa o indirectamente &mash; a una buena parte de la ciudadanía, tenemos a la justicia que, por norma general, se ocupa de los casos «puntuales» y que suelen afectar a pocas partes y bien delimitadas. Soy consciente que esto son versiones muy simplificadas tanto de la política como de la justicia, pero para el caso que nos ocupa son, creo, suficientes y válidas.
Ayer se conocía que el Ministerio del Interior ordena identificar y detener a quienes hagan escrache a políticos, una decisión que el Sindicato Unificado de Policía (SUP) ha tachado de ‘barbaridad’ porque pone en duda la seguridad jurídica de las acciones.
Por supuesto que si un manifestante se extralimita en el ejercicio de sus derechos y agrede a otra persona ello debe tener consecuencias legales. Pero la cuestión no es esta.
La cuestión es que hemos convertido algo puntual y totalmente particular — una posible agresión de una persona a otra — a una cuestión de estado, a una cuestión política. Lo que es ciertamente inadmisible.
Pero tampoco esta es la cuestión real de fondo: convirtiendo lo puntual en algo categórico, también cogemos en lo que era general, del ámbito de la política, y lo convertimos en algo puntual. Judicializando el escrache lo expulsamos del Parlamento y del debate político y lo convertimos en una mera cuestión de «policias y ladrones». Enfocando en los síntomas acabamos olvidando la enfermedad.
Insisto: más allá de los posibles excesos de unas personas en particular — que seguramente los ha habido y los habrá — el problema del escrache no es quién señala sino qué se señala. Y ese qué son, en primera instancia, los políticos que se han inhibido del debate, pero, en última instancia y de forma relevante, el descalabro del sistema hipotecario español, que se está llevando por delante hogares, ahorros, bancos y empresas.
La solución al escrache no está en los cuartelillos ni en los juzgados. Ni en las declaraciones a los medios de comunicación. Ni en las tertulias. Ni en las calles.
Tampoco está la solución al escrache en la dación en pago.
La solución al escrache está en el Parlamento. En sentarse juntos, en el Parlamento, todas las partes, con sus puntos de vista, sus aportaciones, sopesando pros y contras. Y ya allí se decidirá si la solución al descalabro del sistema hipotecario (que es un problema distinto al del escrache, y que es su causa) es la dación o no. O es otra cosa. Pactada, consensuada. O al menos debatida. Tampoco es pedir tanto a quienes nos representan: dialogar está en su contrato.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 27 marzo 2013
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Decía el otro día en Escrache: entre el acoso y la inhibición de los representantes públicos que hay que mirar en el fondo de la cuestión del escrache más allá de las formas. Afirmaba, sí, que las formas son importantes, y que habría que delimitar el escrache al ámbito de la vida pública del representante político. Y que más allá de esto, el problema real era de falta de comunicación — de aptitudes y de medios — entre ciudadanos y políticos.
La realidad nos ha traído hoy un ejemplo paradigmático.
Entre las muchas acciones programadas, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) se ha personado esta mañana en el despacho de abogados donde trabaja Dolors Montserrat, diputada por el Partido Popular y Vicepresidenta tercera del Congreso de los Diputados.
La primera impresión — y que mantengo — es si se puede abordar a un representante electo en su esfera privada, como esfera privada es este despacho de abogados para la diputada Dolors Montserrat. Personalmente me parece excesivo, como lo sería personarse en su domicilio particular o increparla un viernes por la noche mientras sale de cenar en un restaurante, por público que pueda ser el establecimiento o la calle donde está el mismo.
Sin embargo.
La pregunta es: mientras la diputada está dedicándose a sus «asuntos personales» en «horario laboral», ¿quién está preocupándose por los asuntos de los ciudadanos? ¿A quién y, sobre todo, dónde deben dirigirse los ciudadanos que tienen una consulta, una petición, una demanda, una queja o una propuesta?
No querría entrar aquí en el debate de si los diputados están mejor o peor pagados y si, en consecuencia, deben completar sus ingresos por otras vías. Esta es, en el fondo, una cuestión instrumental.
La cuestión de fondo es que las vías de diálogo están rotas. Y no solamente rotas, sino que son factualmente difíciles de restablecer si los ciudadanos y sus representantes políticos no comparten ni las preocupaciones ni los espacios donde debatirlas.
Porque es evidente que muchos ciudadanos y muchos diputados no comparten ni una cosa ni la otra.
Mientras unos ciudadanos están preocupados por los desahucios y van al Congreso a plantear sus propuestas, los diputados se ausentan del Parlamento para dedicarse a sus asuntos personales. Y así es imposible que haya encuentro y entendimiento de ninguna forma.
Con ello, la heterodoxia acaba imponiéndose y Mahoma acaba yendo a la montaña. Si los diputados no están en el Congreso, es poco menos que comprensible que los ciudadanos vayan a buscarlos allí donde estén.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 marzo 2013
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En la antigüedad, cuando los reyes y señores de la guerra hacían las leyes sobre la marcha, era habitual que al pueblo le fuese concedido el derecho de ser escuchado para poder presentar al jefe de la tribu sus problemas, necesidades, diferencias entre vecinos. Con el tiempo, la audiencia se fue institucionalizando para poder llegar a todo y a todos.
Con la democracia moderna y la separación de los tres poderes — ejecutivo, legislativo y judicial — se consigue una separación de funciones en el Estado, que aunque por una parte da mayor protección al ciudadano ante aquél, se genera un problema nuevo: quién escribe las leyes (el legislativo) no es quien atiende a los problemas de los ciudadanos en los tribunales (el judicial) y viceversa.
De la inhibición del representante electo
Cando se habla del escrache, de si las formas y procederes del escrache deberían tener unos límites o si los fines que persigue el escrache legitiman sus formas, nos estamos fijando, con pocas excepciones, en el qué, el cómo o el para qué del escrache, pero raramente en el porqué.
Y seguramente parte de la respuesta al porqué del escrache tiene que ver con lo apuntado más arriba sobre la separación de poderes: ¿está escuchando, realmente, el legislativo los problemas del ciudadano?
Hay una escena que se repite una y otra vez en cada nueva campaña electoral. El candidato de turno se pasea por el mercado y, niño en brazos mediante, le pregunta a la pescadera qué es lo que preocupa al pueblo. Después se va al hogar de ancianos y, con una suerte de imposición de manos, pregunta al jubilado qué es lo que preocupa al pueblo. Y hasta las próximas elecciones, que para algo el voto legitima al público a actuar como le venga en gana.
De esta forma, se han ido construyendo inhibidores de la democracia que a fuerza de no escuchar han desembocado en una total desposesión de la soberanía del ciudadano.
El representante electo se ampara en la disciplina de voto para inhibirse totalmente de aquello que vota o que las siglas que representa y en las que milita defiende. Hemos llegado a absurdos totales en los que nuestros representantes han llegado a admitir — o a dejar evidente — que no sabían que acababan de votar. La excusa más recurrida suele ser que hay que repartir tareas, que cada uno tiene su parcela y que no puede ser experto en todo. Esto es verdad hasta cierto punto: aquel en que uno empieza a lavarse las manos de lo que hacen sus compañeros… a sabiendas de que lo están haciendo. Es como si un padre, siendo reprochador porque su hijo está robando en una tienda, se encogiese de hombros para decir, solemnemente, que la educación sobre la propiedad privada es un asunto responsabilidad de la madre del niño.
El escrache como síntoma
Decía antes que cuando se aborda el tema del escrache se aborda en sí mismo, y es a el fenómeno mismo al que se dirigen las reflexiones, críticas o justificaciones.
Pero el escrache no es una enfermedad: es un síntoma. Y atajar los síntomas raramente acaba con la enfermedad subyacente que están denunciando.
El escrache — el porqué del escrache —, más allá de los fines que persigue, responde seguramente a tres grandes razones, a tres grandes enfermedades que está poniendo a la luz, a cuál más importante:
- La constatación de que las instituciones de la democracia no están respondiendo a las demandas de la población, enrocadas como están en sí mismas, ajenas a lo que se cuece en la calle.
- La necesidad de, ante el inmovilismo institucional, recuperar la legitimidad política y capacidad de acción secuestrada por las instituciones democráticas, que se han autoarrogado el derecho a ser las únicas que representan los intereses de los ciudadanos.
- La evidencia de que hay nuevas formas de organización política que están permitiendo pasar de las acampadas a la acción.
Condenar el escrache puede ser una llamada de atención a las formas en corto, pero es totalmente estéril a largo plazo porque no se cuestiona sobre los motivos.
Las formas del escrache
Como ya sucedió en el Congreso durante la comparecencia de Ada Colau, las formas del escrache deben mirarse desde ambos puntos de vista.
Por una parte, creo que es necesario apuntar que, en mi muy personal opinión, el escrache, el señalar al político, el increparlo, debe tener límites. Estos límites, para mí, son bastante claros. Por una parte, y en lo que respecta a la persona, el abstenerse de cualquier tipo de violencia, la verbal incluida. Por otra parte, y en lo que respecta al momento, considero que este debería ser únicamente cuando la persona está actuando como representante público. Ello no solamente excluye su domicilio personal, sino también un paseo por la calle, lugar público pero en el que no está «actuando en público» o ejerciendo su cargo. Personalmente empatizo más con la figura del heckler anglosajón que con la del escrache argentino, mucho más cercano al acoso (para mí, condenable, sea por el motivo que sea) que no a la demanda, la protesta o la denuncia.
No obstante. Y volviendo a la cuestión de la costumbre — o falta de costumbre — de saber o querer escuchar. No habría que confundir un acoso con un mero llamar la atención, con un afán de ser escuchado. Sobre todo, no habría que tomar por acoso cuando se trate del ejercicio del derecho a ser escuchado. Escuchado por quién dice ser el representante del ciudadano. Representante del ciudadano cada día y no solamente durante la campaña electoral.
Algunos viven en un sopor democrático tal que cualquier estridencia los distrae de su democrática siesta.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 22 marzo 2013
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Esta es una entrada en seis partes sobre el, según muchos indicios, cambio de tendencia en el clima político que se da a partir del punto de inflexión que suponen las elecciones del 14 de marzo de 2004. En esta serie se tratarán, en este orden, la elección de la intención de voto como síntoma del cambio de etapa, la creciente desafección política, la crisis del bipartidismo, la existencia o ausencia de alternativas al bipartidismo, la forma cómo se retroalimenta la desafección y, por último, unas conclusiones a la luz de la creciente participación en la política extrarepresentativa.
Los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre intención de voto en las elecciones generales nos han mostrado, al menos, las siguientes cuestiones:
- Hay en España un marcado punto de inflexión alrededor de las elecciones legislativas del 14 de marzo de 2004 a partir del cual se rompe la tendencia a la estabilidad de la intención de voto al agregado PP-PSOE, al conjunto de alternativas políticas a ese binomio y la intención de votar en blanco o abstenerse.
- A partir de 2004, la intención de voto al bipartidismo decrece de forma notable y constante, recuperándose solamente una cuarta parte de esos votos por parte de otros partidos, mientras que el resto va a parar a la abstención.
- Se rompe así la aquiescencia con la llamada cultura de la transición, basada en el consenso (a menudo a fuerza de silenciar el disenso) y la estabilidad política basada en grandes mayorías. El castigo al bipartidismo, que copa gobierno y parlamento, se torna también una crítica a la democracia y sus instituciones.
- Se confirma, por otra parte, que la desconfianza política atiza la desafección y expulsa a ciudadanos del juego democrático, al menos en lo que a democracia institucionalizada se refiere.
- Parece confirmarse, además, que la falta de confianza en la política es algo más que una cuestión coyuntural, un síntoma de algo más profundo. Los datos parecen empezar a marcar ya una tendencia establecida durante los últimos 9 años.
- El abandono del bipartidismo, la débil confianza en las alternativas políticas y la desafección generalizada abren espacios para nuevas formaciones que abanderan opciones «sin ideología» — «ni de izquierdas ni de derechas» — o bien fuertemente centradas en el tercer eje de la regeneración democrática.
Dicho esto, ¿dónde podemos ir a buscar las causas? Los datos no nos lo dicen. Podemos intentar aventurar algunas causas a partir de la hemeroteca así como en la literatura académica. Algunas intuiciones personales que, insisto, no se extraen en absoluto de los datos del barómetro del CIS.
Los hechos del 11 al 13 de marzo de 2004 y los resultados de las legislativas
Creo que, a estas alturas, es prudente afirmar que lo acaecido los días anteriores a las elecciones legislativas del 14 de marzo de 2004 afectaron no solamente el resultado de dichas elecciones, sino el clima político hasta nuestros días.
Por una parte los atentados de Atocha mismos nos abrieron los ojos a la geopolítica global como en su día lo hicieron los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos de América.
Los atentados tuvieron, al menos, tres efectos políticos colaterales de gran calado:
- Por una parte, la pésima gestión del gobierno en funciones, que ocultó información y directamente mintió a los ciudadanos. Estos, advertidos de los engaños por los medios de comunicación extranjeros, se movilizaron en masa para castigar duramente al gobierno, tanto en las calles los días anteriores a las elecciones como después en las urnas.
- Por otra parte, el cambio de gobierno contra todo pronóstico de las elecciones, que según las encuestas daba por ganador y con amplísima mayoría al incumbente. Este «efecto usurpación» o «efecto intruso» desembocó en una VIII legislatura de «La Crispación», con un desarrollo siempre bronco y beligerante. Una crispación que llegó para quedarse, si no con toda su virulencia, sí como tono general de hacer política a partir de entonces.
- Por último, la puesta en valor del poder de los nuevos medios de comunicación: mensajería móvil, páginas web y blogs personales. La llegada de la Web 2.0 en todo su esplendor no hará sino acentuar esta cuestión.
Es para mí bastante evidente que todos estos factores contribuyeron a dinamitar el bipartidismo y a alimentar la desafección. Especialmente visto en perspectiva y a más largo plazo.
Crisis financiera, crisis de gobernanza
Si los efectos del 14M (usurpación o intrusión, crispación) pudieron terminar al iniciarse la siguiente legislatura en 2008, ésta tuvo a cambio un nuevo protagonista: la crisis financiera, que a su vez puso de manifiesto la subyacente crisis de gobernanza.
La crisis ha desgastado, una vez más, a los partidos que han estado en el gobierno para intentar (sin éxito) superarla: el bipartidismo del PP y el PSOE. La profundidad de la crisis, la negación de la misma, los bandazos, la timidez en las políticas, los programas electorales incumplidos, el silencio ante los medios y los ciudadanos, los ataques de unos partidos a otros… no han sido precisamente un comportamiento ejemplar que diese confianza a los ciudadanos para seguir votando y menos para seguir votando a los partidos más votados.
La crisis de gobernanza se ha acentuado con el resto de crisis así como por la falta de confianza y de complicidades que han hecho más difícil articular propuestas que, además, trasladar «hacia arriba» a otros ámbitos de toma de decisiones supranacionales.
Crisis de la política institucional
A toda esta imposibilidad de los partidos — y ahora hablamos de todos los partidos — de dar respuestas convincentes se añaden, en muchos casos, programas electorales realizados ad hoc, sin tradición en el pasado en el mejor de los casos y con profundas contradicciones y cambios sin fundamentar en el peor de ellos.
La organización interna de los partidos tampoco ha facilitado la participación ciudadana ni la atracción de talento hacia sus filas, con lo que los problemas han debido buscar respuestas en filas cada vez más menguadas.
Menguadas y corruptas. Los casos de corrupción han sido rampantes en los últimos años. Y las respuestas de los partidos han tendido al cerrarse de filas, a la negación o al manido «y tú más».
¿Resultado? Más desafección y de forma más estructural, como estructurales parecen ser los organigramas y procesos de toma de decisiones de los partidos políticos.
Tecnologías de la Información y la Comunicación
Creo que es imposible olvidar en esta lista el impacto de la telefonía móvil e Internet en la política española y la internacional en conjunto. Ya hemos comentado de pasada el papel crucial que tuvo Internet durante el 11, 12 y 13 de marzo de 2004 para encontrar fuentes de información alternativas, así como el papel de la mensajería instantánea — los SMS y el famoso ¡Pásalo!
— para movilizar a los ciudadanos contra el gobierno saliente.
2004 es, además, el año de auge de los blogs en España, aunque venían cociéndose de varios años antes. Después de los blogs, en 2007 se añaden a la caja de herramientas las dos redes sociales por excelencia: Facebook y Twitter.
Fuentes de información abundantes y alternativas, desintermediación, medios de autocomunicación de masas, inmediatez, horizontalidad, boca oreja, proximidad, confianza… hay tantas características que hacen que Internet cambie las normas de juego de la comunicación que es imposible que no tengan un impacto en la comunicación por excelencia: la política. De hecho, los resultados de investigación están ahí, y si algo está claro es que el usuario intensivo de Internet es más participativo, más crítico y, en consecuencia, más propenso a la abstención si no encuentra solución en las instituciones políticas.
Participación extrarepresentativa
Llamémosle 15M. Llamémosle PAH. Llamémosle ILP antitaurina (en Catalunya) o pro-taurina (en el conjunto del estado español). Mareas. Asambleas. Plataformas. Partidos red.
Aunque seguramente es todavía muy pronto para conocer con profundidad a los llamados movimientos sociales, la fuerza de su aparición en España — con las acampadas del 15 de mayo de 2011 y su posterior desarrollo como ejemplo más paradigmático — muy probablemente obedece a algo más que un efecto de calco de los movimientos asociados a la Primavera Árabe, entre otras cosas porque tanto en su origen como en su paulatina sedimentación y transformación han tenido más puntos de diferencia que de similitud entre ellos (por no hablar del contexto socioeconómico y político).
Lo que sí sabemos es que poco a poco, de forma más visible o de forma más tácita, los movimientos sociales van teniendo un impacto en la vida política, a base de capilarizar sus ideas en la agenda pública, de transformar prácticas de participación política o, directamente, ejerciendo presión sobre los tomadores de decisiones.
Cabría preguntarse hasta qué punto estos movimientos sociales son causa o consecuencia de los cambios percibidos a partir de marzo de 2004 en la intención de voto en España. No nos dejemos engañar por el corto plazo: si bien es cierto que la eclosión del 15M es años después del 14M, el ¡Pásalo!
y la toma de conciencia de una forma alternativa de organizarse sí coincide en el tiempo. Que la maceración pueda haber sido larga es otra cuestión.
O cabría preguntarse — invirtiendo el orden de la causalidad — si no puede haber sido la crisis del bipartidismo, la desafección y la parcial falta de respuesta de las formaciones minoritarias lo que ha empujado a muchos ciudadanos no solamente a no votar, sino a optar por una participación fuera de las instituciones, extrarepresentativa, sin intermediarios, más directa, personal, flexible.
Es momento de hacerse todas estas preguntas. Porque el cambio está ahí, se ha dado y se ha medido. Y la tendencia no apunta hacia una vuelta atrás, sino que avanza por derroteros desconocidos en la política española en las últimas décadas.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 21 marzo 2013
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Esta es una entrada en seis partes sobre el, según muchos indicios, cambio de tendencia en el clima político que se da a partir del punto de inflexión que suponen las elecciones del 14 de marzo de 2004. En esta serie se tratarán, en este orden, la elección de la intención de voto como síntoma del cambio de etapa, la creciente desafección política, la crisis del bipartidismo, la existencia o ausencia de alternativas al bipartidismo, la forma cómo se retroalimenta la desafección y, por último, unas conclusiones a la luz de la creciente participación en la política extrarepresentativa.
Como último ejercicio queremos plasmar en una única gráfica la intención de voto para los tres grupos que hemos analizado en este análisis: el bipartidismo representado por el conjunto PP-PSOE, el agregado de las alternativas políticas a ese bipartidismo, y la desafección como suma de abstencionistas y voto en blanco. La mayoría de cuestiones han sido ya comentadas, pero la visión de conjunto todavía puede aportarnos algún punto de vista distinto.
En la primera gráfica presentamos, para la etapa 1996-2004, las dos comparaciones bipartidismo-alternativas y bipartidismo-abstención. Como hemos visto, en esa primera etapa hay una suerte de calma chicha, con pocas variaciones en la intención de voto en todo el espectro político, y muy especialmente en lo que se refiere a los dos partidos mayoritarios.
Las líneas de tendencia, aunque están dibujadas, solamente aportan aproximaciones muy groseras a la relación entre las variables, por mucho que vayan en el sentido que nos dicta la intuición.
Una vez más, la etapa que va de abril de 2004 a enero de 2013 se ve muy distinta a la anterior.
La gráfica anterior nos dice — o ya, a estas alturas, nos viene confirmar — al menos dos cuestiones muy importantes.
La primera el incremento en la variabilidad o en la fluctuación de la intención de voto en lo que se refiere al bipartidismo. Esta variabilidad, además, viene acompañada de una mayor fluctuación que la que observábamos en la etapa anterior tanto para los partidos minoritarios como para el conjunto de la abstención y el voto en blanco.
La segunda, y más interesante, es ver cómo, la pérdida de intención de voto a favor del bipartidismo va en paralelo a un incremento de intención de voto a partido alternativos o de voto en blanco y abstención. No obstante, la tasa de crecimiento de la abstención y voto en blanco es tres veces superior al voto que recogen los partidos minoritarios. Dicho de otro modo, por cada 4 votos que pierden PP y PSOE, solamente uno va a otro partido minoritario, mientas que 3 se «pierden» en la abstención o el voto en blanco.
Hay, cómo mínimo, dos preguntas que estos datos dejan en el aire y que sería esencial poder responderse.
La primera es por qué los partidos distintos al PP y el PSOE no son capaces de absorber la desafección que aparentemente han generado estos dos partidos mayoritarios, por qué el bipartidismo se rompe a favor de la desafección. Por supuesto, sabemos que la desafección se ceba también en aquellos partidos, pero lo que no sabemos es el porqué. Dado que han aparecido casos de corrupción solamente en alguno de ellos — pero ni generalmente de forma numerosa ni, por supuesto, en todos los partidos — podemos descartar este factor como, al menos, el más importante. Así la cosas, cabría ver hasta qué punto el programa y la organización interna de los partidos — de todos los partidos — no es el causante de la desafección, a la que hay que añadir otros factores en el caso del PP y el PSOE.
La segunda pregunta es dónde van todos los votantes que se abstienen. Sí, van a la abstención, o a la desafección, pero… ¿todos? ¿Todos los que antes estaban más o menos movilizados pasan a desmovilizarse? ¿Tanta resignación o desesperanza? Si es así, es realmente preocupante. Podría darse el caso, no obstante, de que esa desafección no sea tal, sino que sea unicamente desafección por las instituciones, pero no por la política. Habría que preguntarse si, al contrario de renunciar a la política, esa desafección ha ido en realidad a alimentar la participación en la política extrarepresentativa, a saber: asociaciones, plataformas, asambleas y todo tipo de movimientos sociales. Es una hipótesis de lo más interesante.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 20 marzo 2013
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Esta es una entrada en seis partes sobre el, según muchos indicios, cambio de tendencia en el clima político que se da a partir del punto de inflexión que suponen las elecciones del 14 de marzo de 2004. En esta serie se tratarán, en este orden, la elección de la intención de voto como síntoma del cambio de etapa, la creciente desafección política, la crisis del bipartidismo, la existencia o ausencia de alternativas al bipartidismo, la forma cómo se retroalimenta la desafección y, por último, unas conclusiones a la luz de la creciente participación en la política extrarepresentativa.
Hasta ahora hemos visto cómo parece haber un punto de inflexión en la intención de voto alrededor de la fecha de las elecciones legislativas del 14 de marzo de 2004. Este cambio de tendencia nos muestra de forma bastante clara cómo la estabilidad de la abstención y el voto en blanco se rompe para empezar a crecer de forma acentuada. Por otra parte, vemos también cómo, en paralelo, la intención de voto a los partidos mayoritarios emprende una caída considerable, provocando una evidente pérdida de poder (y legitimidad) del bipartidismo imperante desde al menos 1996 (fecha hasta donde llegan los datos en el pasado).
La pregunta que seguramente toca hacer en este momento es, efectivamente, qué sucede con el resto de opciones políticas ante esta caída del bipartidismo. Por una parte, ya hemos visto que dichas alternativas recogían parte de la fuga de votos (realmente de intención de voto para el caso que nos ocupa) del bipartidismo. Veíamos, no obstante, que si bien recogían parte de esa intención de voto, no se trataba, en efecto, más que de una parte. ¿Cuál es, pues, la relación entre los partidos minoritarios y la abstención? ¿Pierden los partidos minoritarios votos para cederlos a la abstención?
Alternativas y abstención
Como hemos hecho con anterioridad, vamos a comparar dos variables — en este caso el agregado de los partidos minoritarios y la abstención y el voto en blanco — y su evolución en las dos etapas de nuestro análisis: 1996-2004 y 2004-2013.
En la siguiente gráfica se muestra la intención de voto para el conjunto de partidos menos el PP y el PSOE (en la gráfica, NO PP-PSOE) en comparación con la intención de votar en blanco o de abstenerse. A simple vista es una gráfica parecida a la que comparaba el PP-PSOE con la abstención y voto en blanco. Hay, no obstante, dos diferencias importantes. La primera es la mayor variación en la intención de voto de los partidos minoritarios respecto al PP-PSOE. La segunda, y más interesante, es que esa variación — y al contrario de lo que sucedía en el caso del bipartidismo — sí parece tener una cierta relación con la desafección. Aunque es una relación muy tenue, sí es más del doble de importante (más adelante veremos los coeficientes de correlación) que la relación bipartidismo-desafección. No obstante, importante o no, vale la pena fijarse en el signo de los cambios: a más desafección, menor intención de voto a las alternativas al bipartidismo, y viceversa. Es decir, el mismo signo que sucede con el bipartidismo. O, dicho de otro modo: en la etapa 1996-2004 las fuerzas políticas más que competir entre ellas parecen crecer o decrecer en intención de voto en función de su éxito para movilizar a los abstencionistas. La arena política parece tener un statu quo estructural y solamente la entrada de nuevos votantes parece poder alterar las cosas.
Pero este orden de cosas se altera y cómo a partir de 2004.
Además del evidente salto en la intención de abstenerse y votar en blanco, que ya hemos comentado, también se constata una mayor movilidad en la intención de voto a los partidos minoritarios. Los más importante, no obstante, es el cambio en el signo entre la relación de las variaciones de la desafección con las variaciones en la intención de voto de las alternativas al bipartidismo. Para la etapa 2004-2013, desafección y alternativa al bipartidismo se mueven en la misma dirección: el crecimiento de la abstención va acompañado de un crecimiento de las alternativas al bipartidismo. Lo vemos mejor en la siguiente gráfica, que superpone ambas etapas: en azul, la comparación entre las alternativas al bipartidismo y la desafección para la etapa 1996-2004; en rojo, la comparación entre las alternativas al bipartidismo y la desafección para la etapa 2004-2013.
En esta superposición se ve cómo, a pesar de tener relaciones débiles y, en general, moverse dentro de fluctuaciones pequeñas, se invierte la tendencia: mientras en la primera etapa las alternativas al bipartidismo parecen beber de la abstención, en la segunda etapa la variación de ambas intenciones de voto parecen responder a las mismas causas, ya que se mueven en el mismo sentido. En mi opinión, esta gráfica muestra como pocas otras esa incipiente crisis del bipartidismo.
En definitiva, vemos aquí el otro punto de vista de una afirmación que ya habíamos hecho con anterioridad: si bien la crisis del bipartidismo es en parte respondida por un cierto incremento de la intención de voto a favor de otras fuerzas políticas minoritarias, estas fuerzas, y a diferencia de lo que sucedía antes de 2004, a partir de ese año compiten con la desafección para recabar el voto perdido del bipartidismo.
O, dicho de otra forma, el periodo 1996-2004 se caracteriza por una gran estabilidad tanto del bipartidismo como de la evolución de todas las formaciones políticas en conjunto. Cuando crece la desafección, todos los partidos salen perdiendo y viceversa: cuando hay movilización, todos salen beneficiados. A partir de 2004, esta lógica cambia completamente. Los dos grandes partidos, PP y PSOE, pasan a moverse en paralelo (y hacia abajo en intención de voto) y el resto de partidos se desmarcan para pasar a evolucionar a la contra y en el mismo sentido que la abstención: a más castigo al bipartidismo, más abstención pero también más voto a partidos alternativos. No «todos los partidos son iguales».