¿Es la cultura un bien de interés general? ¿Qué tipo de cultura queremos? ¿Hay que pagar por ella o debería ser gratis? Creo que estas son preguntas que habría que hacerse (y responderse) antes de lanzarse a tumba abierta sobre algunos debates apasionados, aunque poco apasionantes por lo enrocadas de las posiciones, sobre si la razón la tienen las discográficas, los creadores, los consumidores, los ciudadanos, o ninguno de ellos.
Simplificando mucho, una primera opción consiste en considerar la cultura como un bien de interés general: es bueno que tengamos cultura, y cuánta más mejor. Una segunda opción es considerar los bienes y servicios culturales como un bien/servicio de consumo como cualquier otro: la cantidad de bienes y servicios culturales y su precio se decidirán, entonces, por la ley de la oferta y la demanda.
Por otra parte, y al margen de las consideraciones de corte más filosófico sobre la cultura, existe otro plano de debate, y es si, de forma efectiva, la cultura es un bien público o no lo es, entendido eéste como aquél que no tiene rivalidad en el consumo — el bien no se agota al consumirse, p.ej. sintonizar una emisora de radio no la «gasta» para los demás — y obedece al principio de no exclusión — no podemos evitar que los demás lo consuman, siendo el ejemplo más típico el de la defensa de un país: uno es defendido sí o sí por el ejército tanto si paga como si no. Esta última cuestión (hay rivalidad y/o exclusión) es lo que a menudo determina quién paga: todos, algunos o «nadie».
Crucemos ambas variables:
Pagamos todos (la Admón.)
Paga quién consume
Paga un tercero
Lo costea el creador
Bien público
Gasto público Subvención
Crowdfunding
Mecenas Patrocinio
Aficionado
Bien privado
Canon
Subscripción Pago por consumo
Publicidad
Promoción gratuita
Estas son, a grandes rasgos, las opciones que hay para costear la cultura (si hay más, animo a que se pongan en los comentarios), ya sean conocidas con este nombre o con otros distintos.
Algunos comentarios sobre la tabla.
La gran diferencia entre bien privado y bién público es que, al final, el bien o servicio cultural queda para el disfrute de cualquiera en el primer caso mientras es restringido en el segundo. De ahí, por ejemplo, la diferencia entre Suscripción y Crowdfunding, donde he interpretado este segundo como aquella modalidad donde unos pocos pagan (como en una suscripción) pero el resultado final queda abierto al público tanto si ha pagado como si no. Así, el modelo de creación cultural de la Revista Orsai es, aparentemente, la suscripción de toda la vida. No obstante, el hecho de que el resultado final se publique digitalmente en abierto, el modelo de producción detrás de la revista, el ajuste a costes y ausencia de márgenes, etc. hacen del modelo uno muy singular.
Otro aspecto a considerar es cuando el coste lo soporta el creador. Este es un concepto que lleva fácilmente a equívoco. En algunos casos (p.ej. un académico compartiendo los artículos que ha publicado) es claramente un caso no de costeo por el creador, sino de pago por parte de todos: va (o debería ir) en el sueldo del profesor de universidad pública. En otros casos, es una asunción de los costes pero no como gasto, sino como inversión: el autor decide publicar una o parte de la obra para promocionarse y recuperar la inversión más tarde (más entradas de conciertos, invitaciones a conferencias y tertulias, encargos de escritor a sueldo, etc.).
Cuando abogamos por ni pagar por un bien cultural de forma directa comprando un libro, entradas, etc., ni de forma indirecta a través de una subvención o un gasto público (p.ej. el encargo de una escultura, la construcción de un auditorio público), lo que estamos promoviendo es la creación cultural del aficionado. Esta no tiene porqué ser de menor calidad que la del profesional, pero sí vendrá limitada por la disponibilidad de recursos (tiempo y dinero) del aficionado que, con toda lógica, priorizará lo que le pague la hipoteca o el alquiler.
En el polo opuesto tenemos el caso del Canon, es decir, un bien privado o con disfrute limitado a unos cuantos, pero pagado por todos — recordemos que el Canon es compensación por la copia privada de quién ya tiene la creación cultural, no el permiso a quien no la tiene a obtenerla sin pasar por caja). Entendido así, el Canon es una aberración conceptual comparable a un sistema educativo o sanitario financiado públicamente y disfrutado solamente por unos cuantos.
Llegados a este punto, creo que es necesario separar tres debates muy distintos.
Decidir, de una vez, si queremos fomentar la cultura o apoyar la industria cultural, dos cuestiones diferentes. En función de la respuesta, los modelos a promover o a explorar pueden ser también muy distintos.
Dentro de lo que es el apoyo a la industria, seguramente será necesario regular el sector. Esta regulación debe hacerse con vistas a dos cuestiones básicas: la primera, que debe regular todo el sector, y no solamente parte de él. O, dicho de otro modo, debe tener en cuenta todos los modelos de explotación de los bienes y servicios culturales, y no solamente unas determinadas opciones.
Por último, y también dentro del ámbito normativo, es que esta regulación debe hacerse teniendo en cuenta otras regulaciones y otros derechos con los que pueda interferir. Y, en el caso de haber interferencias, ver si puede haber diseños normativos compatibles o bien si hay dilemas irresolubles donde haya que priorizar una norma o derecho por encima de otra.
Hoy en día, el debate alrededor de la cultura es un cacareo sobre todo y sobre nada en concreto, donde se mezclan problemas y categorías alegremente para obtener, como resultado, dos frentes enrocados en sus (sin)razones. A veces, hay nudos gordianos que deberían ser posibles de deshacer sin tener que cortar por lo sano.
Aunque comparto muchísimos de los motivos de indignación que han desembocado en el boicot (Ley de Protección Intelectual caduca, «solución» que agrava el problema con la pésima «ley Sinde», etc.), no comparto ni la iniciativa del boicot, ni el papel que han jugado los medios en sus primeras horas, ni la adhesión al misma a menudo ciega que han realizado muchas personas. Estas son mis razones.
El papel de los organizadores
Creo que hacer una llamada al boicot es una acción legítima y cualquiera debería tener total libertad de iniciar uno o adherirse a él. Sin embargo, y en mi humilde opinión, el boicot de la plataforma NoLesVotes adolece de un grado superlativo de incoherencia, al menos en dos frentes.
El primero es de fondo: uno de los motivos para el boicot es que la Ley Sinde pone en riesgo la libertad de expresión. Sorprendentemente, la lista negra del boicot se basa en las declaraciones que algunas personas hicieron bien sobre la Ley Sinde bien sobre las descargas, determinadas prácticas en Internet y similares. Se pretende pagar con la misma moneda a quienes quieren coartar la libertad de expresión. Un gran ejercicio de coherencia.
El segundo es de forma: en mi opinión, toda protesta debe ir firmada, y más si lo que pretende es la adhesión. La transparencia en una acción cívica es necesaria para contrastar la legitimidad de la acción misma. Solamente si sabemos quién hay detrás es posible dirimir si sus intenciones son honestas. ¿Cómo saber, si no, que detrás del boicot no está una editorial, productora cinematográfica o discográfica que pretende dañar a la competencia?
Pues bien, en el momento de escribir estas líneas, se han realizado 173 ediciones del texto del boicot por 48 usuarios. De ellos solamente 7 lo hacen con un pseudónimo (aunque algunos son fácilmente identificables) y dos con nombre propio (uno es el propietario del dominio, el otro soy yo): el resto han dejado únicamente la IP como toda firma.
El papel de los medios
Durante los acontecimientos del 15M se criticó duramente a la prensa o bien por silenciar el movimiento o bien por no entender qué estaba pasando e inútilmente buscar la sala de prensa. Se criticó también a los medios de comunicación o bien por no cubrir las manifestaciones o bien por trivializarlas y minimizarlas.
Los medios que cubrieron — y siguen cubriendo — la llamada al boicot se pasaron de frenada — y siguen pasándose de frenada — con la cobertura de la convocatoria.
En apenas unas horas de generarse la página, hacerse la difusión «oficial» de la misma y con tan solo unos pocos centenares de adhesiones, ya había varios titulares sobre la convocatoria. Lo que me genera dos objeciones.
La primera es de forma y versa sobre el calibre de la convocatoria: unos cientos de adhesiones (Twitter daba menos de 2.000 usuarios entre los que se adherían y quiénes lo censuraban) y unos pocos autores materiales del manifiesto del boicot (en las primeras 40h no llegaban a tres docenas) es una cifra ridícula en comparación con los 23 millones de usuarios que tiene Internet en España (mayores de 10 años que se conectan casi a diario, 27 millones con medidas más laxas). Me parece precipitado como para darle cobertura nacional y rango de cuestión de estado.
La segunda es, de nuevo, una de fondo: aunque ya se ha ido corrigiendo, el titular más manido fue el de «la Red organiza un boicot» o «los internautas organizan un boicot». Titulares así solamente son posibles desde la más extrema ignorancia de la adopción de Internet en España o desde la más extrema soberbia de quien se cree la élite de la vanguardia digital. Hablar de «Red» o «internautas» como categoría es un despropósito tal como decir que «la Carretera» o «los conductores» organizaron un boicot: se calcula que hay 26 millones de conductores en España, más personas que las que votaron en las últimas elecciones, y a nadie se le ocurriría decir que «los votantes de las últimas elecciones organizaron un boicot». De juzgado de guardia.
El papel de los que se adhirieron
Si creo que el boicot no es coherente y los medios se extralimitaron en su papel de voceros, es también escalofriante el papel(ón) de algunos de los que manifestaron apoyar el boicot.
Todo ello lo hice abiertamente, añadiendo en el historial el motivo — me pregunto dónde está la línea que separa los boicoteables de los no tan boicoteables o de los no boicoteables en absoluto — así como una aclaración en mi perfil de usuario en el wiki.
Lo que en un principio no pretendía ser sino una crítica «desde dentro» al boicot, acabó siendo un experimento sociológico la mar de interesante. El texto se mantuvo en la página durante poco menos de 23 horas, hasta que uno de los administradores, alertado por otros usuarios y promotores, eliminó el texto de la lista negra. Durante prácticamente un día:
Cientos de personas se adhirieron a un boicot que ponía en la picota a alguien que, si bien atacaba la Ley de Propiedad Intelectual y la Ley Sinde, había «osado» criticar a uno de los críticos con la Ley Sinde, «uno de los nuestros» (aunque, como ha aclarado a posteriori Stéphane Grueso, él mismo está en contra del boicot). No sé si es más preocupante que no pocos de los que suscribieron la lista, jamás la leyeron, o bien que sí la leyeron y, sin embargo, les pareció bien lapidar a los tibios y equidistantes.
Hubo un buen número de ediciones de la lista. Algunas para añadir nombres. Otras para corregir ediciones anteriores o eliminar vandalismos. A ninguno de estos editores le pareció mal que alguien me hubiese añadido a la lista, aunque sí repararon en faltas de ortografía y otras cuestiones formales.
De los que repararon en mi nombre, 143 leyeron mi crítica al documental ¡Copiad, malditos! (crítica que tampoco era una oposición a las tesis del mismo, dicho sea de paso), 29 leyeron un artículo de fondo sobre el copyleft y 10 otro artículo sobre la libertad de expresión (estos dos últimos de mucho más calado que la crítica al documental). Únicamente 11 usuarios se tomaron la molestia de acceder a mi obra para ver, por sí mismos, la magnitud de mi producción maligna.
Si en Twitter y redes sociales: el lobby descentralizado defendía el uso de medios sociales para la participación política, mi involuntario experimento reforzó el temor que allí también manifestaba: todavía no hemos construido, en los medios digitales, espacios para la reflexión y la deliberación calmada, informada y, sobre todo, reputada. La adhesión al boicot ha sido, en no pocos casos — por supuesto los habrá habido de totalmente legítimos — un claro ejemplo de oclocracia de la más básica.
No quiero cerrar estas palabras sin pedir una disculpa pública a los impulsores del boicot en general por el pequeño vandalismo que realicé en su página, así como a Stéphane M. Grueso por utilizarlo como figura agraviada por mí. Como he intentado explicar, me movió un espíritu de crítica constructiva y jamás de ridiculización o de boicot al boicot.
La segunda noticia, y que no es ni buena ni mala sino que debería ser fuente de debate es que el canon se sustituya por otras fórmulas menos arbitrarias y, por tanto, más justas y equitativas, de remuneración de la propiedad intelectual, basadas en el uso efectivo de las obras y prestaciones.
Creo que en remuneración de la propiedad intelectual está la parte importante del asunto. La primera cuestión, más formal, es que lo que hay que remunerar en cualquier caso es la explotación o el uso para determinados fines de la propiedad intelectual, no la propiedad en sí misma (¿o sí?). La segunda cuestión, más importante y de fondo, es que debemos decidir si lo que queremos fomentar es la cultura a través de la producción cultural o bien lo que queremos es promover el establecimiento y crecimiento de una industria que hace negocio con la explotación de la obra cultural. Son dos cosas relacionadas, pero muy distintas, y más cuando en la mayoría de los casos quienes tienen los derechos sobre la propiedad intelectual no son los creadores y viceversa.
Es posible que sea deseable promover ambas cosas, pero por sus distintas naturalezas valdría la pena darles también trato separado. En el primer caso hay que pensar en una forma de fomentar la creación garantizando el sustento del creador; en el segundo caso hay que pensar en una forma de facilitar el beneficio de un sector garantizando el marco legal y económico en el que opera.
Creo que pertenece al Ministerio de Cultura todo aquello relacionado con el objetivo de tener más y mejores obras culturales, así como su máxima puesta a disposición de la ciudadanía sin ánimo de lucro. En otras palabras, que haya más y mejores libros, discos, películas, obras de teatro, pinturas o esculturas, así como más salas de conciertos, museos, revistas o páginas web culturales, etc.
Creo que pertenece al Ministerio de Industria todo aquello relacionado con el objetivo de tener un conjunto de empresas que generen beneficios y puestos de trabajo con la comercialización de las obras culturales. En otras palabras, que tengan más y mejor acceso al crédito cuando sea necesario, que puedan tener un trato fiscal preferente o que tengan un marco legal del sector sólido y cuyo cumplimiento sea garantizado por las distintas instituciones del estado de derecho.
El canon es — o era — una medida claramente perteneciente al ámbito de la industria, por lo que debería estar fuera de la agenda del Ministerio de Cultura y de la promoción de la Cultura, el creador, la obra cultural o como quiera que lo llamemos. Si el canon o similar se mantiene o no debe pertenecer al mismo tipo de debate sobre si se mantiene una tasa para la ocupación de la vía pública por bares y restaurantes o un impuesto sobre las emisiones de CO2, o si se crea una subvención a la producción de leche o a la compra de coche nuevo.
En la nueva medida que acuerde el Congreso para remunerar la propiedad intelectual tiene que quedar claro cuál es el objetivo: ¿remunerar al autor o promover la explotación de la propiedad intelectual?
En mi opinión, hay que remunerar al autor, a fondo perdido, para que cree. De la misma forma que remuneramos a médicos, profesores y jueces: porque queremos sanidad, educación y justicia públicas y de calidad, y por eso la pagamos entre todos. Son, todas ellas, bienes públicos y bienes de interés general. Como la cultura (yo lo creo así).
Si tratamos a músicos, pintores y dramaturgos como a médicos, profesores y jueces, lo que querremos de ellos es que creen obras culturales y su resultado quede para todos (como queda para todos la sanidad, la educación y la justicia). Se me ocurren para ello tres opciones:
Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del autor pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda disfrutar de lo que ha pagado.
Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del Estado pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda ser propietario de lo que ha pagado.
Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda cedida al dominio público. Si la cultura es un bien público y nos creemos que contribuye a hacernos más humanos y a una mejor sociedad, lógico es que no haya absolutamente ningún límite a su difusión. Ninguno.
Los tres puntos anteriores, de hecho, es como funcionan la mayoría de iniciativas del sector público, e iniciativa pública es fomentar la cultura. Como la sanidad, la educación o la justicia. Se paga al creador una cantidad justa por una determinada creación cultural… y ponemos el contador a cero.
Por supuesto, habrá quien considere que una obra cultural bien merece otro trato. Y que una obra tiene más valor que las horas invertidas en su creación. Que una obra es una inversión — de tiempo o de dinero o de cualquier otro recurso — que bien merece una explotación comercial más allá de su divulgación.
En ese caso, entramos en el terreno de lo mercantil, de la industria. Y en este nuevo escenario, habrá que plantearse, al menos, dos grupos de preguntas:
¿Debe una industria tener una estructura de negocio basada en la subvención pública? ¿De qué forma? ¿En qué cuantías o proporciones al coste? ¿O debe repercutir los costes al consumidor? ¿Tiene un modelo de negocio competitivo? ¿Es capaz de generar beneficios o lugares de trabajo? ¿Bajo qué condiciones?
¿Debe una industria disfrutar de un poder de monopolio (que es lo que protege la propiedad intelectual)? ¿Por qué motivo? ¿Compensa el coste del monopolio — la pérdida del excedente del consumidor — los costes de no regular un monopolio como las externalidades, comportamientos free rider o una oferta subóptima?
Cuando se reencarne el canon en una nueva figura valdría la pena pues tener claro si queremos fomentar la cultura o promover la industria cultural; si estamos defendiendo un bien público y de interés general o bien favoreciendo o protegiendo una industrial. Los diseños de las políticas deben ser, necesariamente, distintos.
Ayer en casa vimos el documental de Stéphane M. Grueso ¡Copiad, malditos!sobre los nuevos retos éticos y morales sobre la propiedad intelectual que plantea la revolución digital. Y no nos gustó.
En España — especialmente, aunque también en muchos otros lugares del mundo — el debate alrededor de la propiedad intelectual es en realidad la confrontación sorda de dos monólogos:
Los que creen que nada ha cambiado, que todo siempre se ha hecho así, y que, por lo tanto, así debe seguir, porque siempre se ha hecho así, etc.
Los que afirman que todo ha cambiado, que hay que hacer las cosas de forma distinta, porque se puede, porque no se puede evitar, porque todo ha cambiado, etc.
En la tierra de nadie que separa estas dos «propuestas» reina la nada más yerma, y los que se atreven a deambular por este desierto, mueren en el camino o al intentar arribar con sus palabras a uno u otro de los dos extremos. Por herejes y blasfemos.
¡Copiad, malditos! es una oportunidad de oro perdida de plantar un oasis en dicho desierto.
Si bien es legítimo que un autor tome partida en un bando sobre una cuestión abierta como la que trata el documental, en mi opinión habría sido más interesante que adoptara una posición más constructiva, más conciliadora, y más habida cuenta de lo complicado de acercar posiciones en la situación actual. Por otra parte, creo que esta debería ser la posición si es así como el documental parece presentarse al público, como una visión ecléctica e imparcial del tema.
Pero el documental es parcial, y con ello no hace sino reafirmar a unos en su enroque, así como irritar a la parte opuesta. Y dejar como estaba a quien — mayormente por ignorancia del tema — no había tomado partido.
En mi opinión, esto último es lo más criticable al documental, ya que no solamente fracasa en su intento de informar sobre algunos tecnicismos legales a quien se embrolla en la maraña de términos, sino que, además, consigue desinformar utilizando erróneamente dos de los más importantes.
El primer error de bulto es la todavía extendidísima creencia que las licencias Creative Commons son algo opuesto al copyright. Lo explicamos en El copyleft es copyright: para que uno pueda licenciar una obra con Creative Commons, necesariamente debe poseer el copyright. Es decir, las licencias, todas las licencias, se construyen encima del copyright. Solamente el abandono en el dominio público (que no es, técnicamente, una licencia) es una oposición al copyright, ya que, precisamente, supone una renuncia a los derechos de propiedad intelectual.
El segundo error no es tan grave en sí mismo, aunque sí lo es en un documental que se supone… documentado: no todas las licencias (Creative Commons u otras) son copyleft; no todo lo que no es «todos los derechos reservados» es copyleft. De hecho, el director afirma repetidas veces que quiere (y al final afirma haber conseguido) licenciar su documental con copyleft. Sin embargo, la licencia de ¡Copiad, malditos! es una Creative Commons Reconocimiento – No Comercial, es decir, no una licencia copyleft. Para que fuese copyleft, debería añadir el Compartir Igual. Es el compartir igual (en inglés, el share alike), es decir, la obligatoriedad de que cualquier obra derivada deba licenciarse con la misma licencia, lo que hace que una licencia sea copyleft.
Lo peor de todo es que el material al que he podido acceder y tener tiempo de mirar o escuchar es de primera. Lástima que en la tijera final el montaje no fuese, desde mi punto de vista, tan interesante como prometedora era la materia prima.
En cualquier caso, celebro — y mucho — que se haya decidido subir todo este material para que se pueda consultar o utilizar tanto para otras iniciativas culturales como para complementar el siempre exiguo espacio de un documental para TV. Mi reconocimiento y agradecimiento al equipo del documental como al de la televisión pública por ello.
Cuando yo era un lector más joven, recuerdo que era apasionante abrir una novela y encontrar entre sus primeras páginas un mapa. Real o ficticio, el mapa prometía que la novela iba a transitar por derroteros que habría que ir siguiendo en el mapa. Esa pasión de «leer con mapa» ha seguido invariable a lo largo de los años.
El caso seguramente más conocido de libro con mapa es el del Señor de los Anillos y su mapa de la Tierra Media, aunque hay muchos más ejemplos. Cuando el mapa no aparecía en el libro, casi de forma inevitable «había» que leer con el atlas a mano — igual que hay que leer con un diccionario a mano. El Cryptonomicon, de Neal Stephenson, era también un libro a seguir con atlas, pero tanto su volumen como mi itinerancia lo hacían poco práctico. Una descarga de varios mapas de la Biblioteca Perry-Castañeda, impresión en el tamaño adecuado y uso como punto de libro pusieron fin al problema.
El último libro-cum-atlas que leí, El viaje de Baldassare de Amin Maalouf, acabó acomodándose a los nuevos tiempos: elaborando mi propio mapa del viaje de Baldassare donde fui trazando los viajes del desventurado protagonista de la novela.
Cuando se habla del fin de los libros, los debates suelen moverse alrededor del coste del papel, del menor coste del libro electrónico, de la facilidad e inmediatez de adquirir este último, o de la conveniencia de llevar varios volúmenes consigo en un mismo lector y sin herniarse en el intento.
Sin embargo, para mí, el fin del libro vendrá después del fin de la experiencia de la lectura tal y como la hemos conocido hasta ahora.
Si, años atrás, lo habitual era leer acompañado de un diccionario y, lo máximo, con un atlas, hoy en día el complemento de un «leer con» se ha disparado. Si ya apuntaba que el atlas ha sido substituido por Google Maps, el diccionario se ha substituido convenientemente por la consulta sistemática y múltiple de los aparentemente infinitos recursos que la Red pone a nuestra disposición. Los más concurridos, por supuesto, los diccionarios y la Wikipedia. Según el tipo de libro, estos se quedan cortos y hay que ir más allá. Uno puede imaginarse una representación del dios Viracocha al leer a Vázquez-Figueroa o, simplemente, ver cómo era Viracocha; imaginarse a Dexter Gordon y Wardell Gray tocando ante Jack Kerouac o bien escuchar The Hunt de Dexter Gordon y Wardell Gray; e imaginarse la Stampede Trail de Jon Krakauer o seguir la ruta íntegra de Chris McCandless.
Si, como me sucede a mí tanto por gusto como por profesión, nos movemos de la novela al ensayo, esa «lectura con» toma todavía un nuevo significado. Mis lecturas profesionales requieren más, mucho más que tener a mano un diccionario, una enciclopedia o un archivo de imágenes, audio o vídeo. A menudo hay que tomar notas, o compararlas con otras; leer en paralelo dos, tres o muchas más obras (he llegado a tener abiertos más de 25 artículos académicos y trabajar con todos ellos simultáneamente); acceder a las biografías de los autores, o a detalles técnicos de lo expuesto en la lectura principal; consultar los comentarios que han hecho otros lectores/investigadores; realizar unos cálculos o correr una simulación; visualizar la información de otra forma más gráfica o esquemática…
Y quien haya perdido media mañana leyendo de acá para allá a partir de un único artículo que encontró en el periódico o en un blog ha vivido esa misma sensación.
Hasta ahora, uno era esclavo del lugar donde tuviera atornillado el ordenador. Ese tipo de lectura era cosa de despacho, de estudio, de lugar de trabajo. Con las tabletas, ya no más.
En casa, no ha sido el coste del papel, ni la conveniencia de comprar libros online, ni tan solo el ahorro en fisioterapeutas para curar contracturas por el transporte de demasiados volúmenes. En casa han sido los nuevos hábitos de lectura, ha sido la nueva lectura intensiva y expansiva de los textos, es la lectura aumentada la que ha matado al libro de toda la vida. Sin retorno y para siempre.
Uno de los equívocos más habituales al hablar de propiedad intelectual y licencias Creative Commons es creer que estas últimas no solamente no están sujetas al copyright sino que, de hecho, son su opuesto.
Así, se crea una errónea dicotomía donde una obra o tiene copyright o tiene Creative Commons. En realidad, la verdadera dicotomía es que una obra o bien es de alguien o bien es de todos, es decir, pertenece al dominio público.
Esta cuestión se ha reproducido en una reciente entrada de Enrique Dans, Fe de erratas de “Todo va a cambiar” en Cinco Días, donde se aclaraba que no todos los derechos de esa obra estaban reservados, sino que había licencia para determinados usos (reproducción y obra derivada sin fines comerciales, bajo la condición de replicar la licencia en las obras resultantes). La aclaración es pertinente, aunque no lo es el debate que se ha generado a posteriori en los comentarios. Reproduzco aquí los que allí he hecho, con algunas ediciones para hacerlos más claros.
El copyright implica que todos los derechos están reservados, entre ellos el derecho a licenciar mi obra de forma que el resto de la gente pueda, como es el caso de una licencia Creative Commons Reconocimiento NoComercial Compartir Igual, usarla para fines no comerciales y obligar a licenciar a su vez la obra (replicada/derivada) con esa misma licencia.
Así, el copyright es un derecho del propietario; mientras que el copyleft es una licencia, un derecho o serie de derechos que el propietario cede al usuario. Son, pues, dos cosas distintas: el primero es el derecho sobre una propiedad intelectual y el segundo una cesión de parte de ese derecho.
Tanto si un autor licencia su obra como si no, sigue teniendo todos sus derechos sobre ésta reservados. Salvo que la libere al dominio público, el autor sigue teniendo el copyright. Y es el copyright el que permite licenciar una obra. Si no, uno no puede licenciarla, no se puede licenciar lo que uno no posee, igual que primero tengo que hacerme una casita en el campo para luego poder dejársela a un amigo.
Las licencias CC no son, en esencia, distintas de p.ej. una licencia cualquiera de uso de software, como la licencia que nos permite utilizar MS Windows o Mac OS. Que las CC sean mucho menos restrictivas que otras licencias no las hacen menos “licencias”.
En resumen, para que uno pueda licenciar una obra con Creative Commons, necesariamente debe poseer el copyright. Creative Commons se basa en el copyright. Sin copyright, no hay Creative Commons.
Esta cuestión la trata de forma muy interesante mi compañera Raquel Xalabarder en su artículo de 2006 Las licencias Creative Commons: ¿una alternativa al copyright?, donde explica estas cuestiones y, además, critica que las licencias Creative Commons, de hecho, perpetúen el copyright en lugar de combatirlo.
Su ejemplo más habitual es el siguiente: si uno da la opinión sobre un político en el bar, la cosa no pasa de una opinión en un bar. Esa misma opinión, puesta en negro sobre blanco en un blog cuyo contenido está licenciado con Creative Commons deja de ser una opinión en un bar para ser una obra protegida por el copyright. En este sentido, Xalabarder se lamenta que con tanta licencia Creative Commons estamos, de hecho, protegiendo con copyright «obras» (comentarios, opiniones, una mala foto de un contenedor roto en la calle) que jamás antes habríamos protegido como propiedad intelectual.