Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 31 marzo 2017
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Hace unas semanas, David Page Polo y Marta G. Aller me entrevistaron para un artículo para el Independiente que titularon La privacidad no existe.
Como suele suceder, al periodista le queda la ardua tarea de comprimir en poco espacio unas ideas que se expanden fácilmente al preguntar.
Me tomo ahora la libertad de reproducir aquí mis reflexiones, por su pudieran completar lo que allí se publicó.
¿Puede la privacidad dejar de ser una preocupación para el ciudadano el siglo XXI?
Si la pregunta se refiere a que la privacidad (o su ausencia) se resolverán a corto plazo y podremos despreocuparnos de la cuestión, en absoluto. Al contrario, el tema de la privacidad justo acaba de empezar y cobrará rápidamente más importancia por dos motivos: (1) la penetración total y absoluta de los receptores de datos en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana y (2) la automatización en el procesado y desencadenamiento de acciones fruto de la recogida sistemática de información.
Sin embargo, creo que relativamente pronto la palabra no será “preocupar” sino “concernir”, “interesar” o “gestionar”. Es decir, nos preocupamos por aquello que desconocemos o aquello que no sabemos cómo nos va a afectar o qué resultados puede acarrear. En mi opinión, en menos de una generación tomaremos consciencia de muchas de estas cuestiones y pasaremos a gestionarlas con cierta naturalidad – aunque probablemente con un elevado coste en tiempo o dinero.
¿Sabe la gente los datos que comparte con las apps de su móvil? ¿Le importa?
Los datos nos dicen que ya hay un buen grueso de la población bastante consciente de, al menos, el hecho de que los datos se recogen, se manipulan y se utilizan para tomar decisiones. Seguramente se desconoce todavía la magnitud y el alcance de dicha recolección y manipulado, así como el potencial impacto en nuestras vidas futuras.
Pero la proliferación de normativa, agencias de protección de datos, avisos en las mismas aplicaciones o la existencia misma de organizaciones y campañas de sensibilización hacen que el conocimiento sobre lo que cedemos está situándose rápidamente en la agenda pública.
Por supuesto hay muchos que viven de espaldas a dicha agenda pública, pero entonces el problema no es ya de ser consciente de las amenazas a la privacidad, sino de un calado mucho mayor y que pasa por la exclusión social a muchos niveles, empezando por el educativo y el informativo.
¿Van los usuarios a dejar de preocuparse de la privacidad en el futuro a cambio de mejores servicios más personalizados del big data?
Como comentaba anteriormente, el concepto “preocuparse” dará paso al “interesarse” o al “interesarse por gestionar”. Sí creo que habrá una cierta reivindicación no por la privacidad en sí, sino por la soberanía digital: poder decidir de forma consciente y libre qué hacer con los propios datos o privacidad, ya sea conservarla, cederla completamente o negociar qué cedemos a cambio de qué servicios.
No es del todo nuevo: la revolución obrera de los siglos XIX y XX trata, en el fondo, de tener soberanía sobre la propia persona y sobre la propia capacidad para trabajar, y negociar con el empresario cuánta de esa soberanía (o libertad) se cede a cambio de una cierta seguridad, salario o cobertura social.
En este sentido, podemos pensar en la privacidad, o en la capacidad de generar datos, como una nueva fuerza de trabajo que podemos intercambiar con quien quiera ofrecer algo a cambio por ella. Y, como ocurre con el trabajo, la formación y la inteligencia nos acercarán más o menos a la esclavitud o a la libertad.
¿Es la privacidad un concepto cada vez más obsoleto?
Hay quienes consideran que, de hecho, la privacidad es una excepción y que vivimos en un paréntesis de la privacidad. Esta privacidad se habría ganado con la imprenta, industrialización y la urbanización, cuando abandonamos entornos sociales pequeños y cerrados (“la aldea”) para pasar al anonimato de la fábrica o de la ciudad. Así, este paréntesis habría durado, siendo optimistas, lo que la revolución científica e industrial: unos 400 años. Con la digitalización, volvemos a nuestro estado natural que es la ausencia de privacidad.
No obstante, hay diferencias entre la etapa que ahora abordamos y la etapa pre-industrial en la aldea. A grandes rasgos, pasamos de la ausencia de privacidad a la privacidad total, para entrar ahora en una era de la privacidad gestionada, donde habrá un cierto margen para negociar cuánta privacidad deseamos conservar.
¿O habrá un repunte de la preocupación a medida que seamos más conscientes de los datos que compartimos sin darnos cuenta?
Si estamos de acuerdo en que pasamos de una “preocupación” a una “gestión”, lo que necesariamente presenciaremos es que la toma de conciencia será, también, consciente: necesitaremos y querremos formarnos en gestionar nuestros datos y, con ello, nuestra privacidad. Necesitaremos y querremos también recuperar la soberanía (que no necesariamente propiedad) sobre dichos datos. La llamada competencia informacional – comprender y gestionar la información – así como la conformación de la propia persona, presencia o identidad digital serán competencias básicas que correremos a adquirir, igual que adquirimos conocimientos sobre finanzas (la hipoteca, por ejemplo) o sobre derecho (qué puedo decir en la Red).
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 03 septiembre 2016
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La niña habla dos idiomas, cortesía de Blázquez
De todos es sabido que no hay que hacer categoría de un caso particular: yo voy a hacer oídos sordos a este principio básico del método científico. Primero, porque esto no es un artículo científico, sino una opinión personal que me viene en gusto compartir; segundo, porque sospecho que muchos otros se sentirán identificados con esta reflexión; y tercero, porque a lo mejor algunos quieren comprender algunos posicionamientos personales, aunque no vengan avalados por un test de significatividad y representatividad muestral.
Mi hija cumple cinco años mañana, de los cuales lleva dos escolarizada (educación infantil) y otros dos en guardería.
En casa solamente se habla catalán. Aunque madre y padre somos completamente bilingües, nos conocimos en un entorno catalanoparlante, así hablamos entre nosotros y así nos dio por hablar a nuestros hijos. En algún momento nos planteamos cada uno hablarle en una de nuestras dos lenguas maternas — uno en catalán, otro en castellano — pero, simplemente, no nos salía. Absolutamente siempre se habla en catalán en casa.
Con el resto de la familia sucede parecido y, a efectos prácticos — en el sentido de la frecuencia de las relaciones personales —, la única persona con quien mi hija habla en castellano es con mi padre.
Sucede lo mismo en la escuela: la lengua vehicular de los centros educativos en Catalunya es el catalán y, al menos en la escuela de mi hija (por supuesto no en todos, pero este es otro tema) esta cuestión se respeta. Dentro de clase, maestros y alumnos hablan en catalán.
A las puertas de sus cinco años, mi hija es enteramente bilingüe. No confunde los idiomas ni las palabras — o no mucho más que los adultos —, sabe que hay dos idiomas y con cuál debe dirigirse a cada persona. Y mi hijo de dos años y medio va por el mismo camino. A pesar de que prácticamente su único contacto personal con el castellano es su abuelo paterno, ambos son entera y completamente bilingües. Como sus padres. Y sus tíos y sus primos y la totalidad de personas que tienen el catalán como primera lengua — si es que eso existe: es muy excepcional quien aprende catalán sin aprender castellano, aunque no lo es lo contrario.
A las puertas de sus cinco años, mi hija es enteramente bilingüe. Pero juega en castellano. Es decir, cuando juega ella sola, y habla en voz alta, habla en castellano. Sus fantasías, sus diálogos consigo misma o con sus muñecos, su propia relatoría de sus propios juegos… es en castellano.
A mí esto no me parece bien ni mal. Los políglotas, los políglotas que lo somos de verdad, pensamos en el idioma en el que hablamos o en el que hacemos las cosas. Yo pienso en catalán cuando hablo con mis hijos, pienso en castellano cuando echo unas cervezas con amigos en la Alameda de Sevilla, o me toca pensar en inglés cuando asisto a un congreso académico de carácter internacional. Y mi hija hace lo mismo.
No obstante, si bien tengo claros los motivos por los que yo cambio de idioma, he tenido que aprender por qué lo hace mi hija, especialmente cuando está sola.
He sido capaz de identificar dos motivos especialmente poderosos:
- El primero es la influencia de sus compañeros. Reza el dicho que en clase se habla catalán, pero que en el recreo se habla castellano. Muchos de los amigos de mi hija son castellanoparlantes, y los que no lo son acaban cediendo a la lengua franca de la escuela que, fuera del ámbito académico, es muy claramente el castellano.
- El segundo es la influencia de los medios. A pesar de la insistencia de sus padres de suministrar lecturas y material audiovisual en su lengua original (habitualmente catalán, castellano e inglés, pero YouTube trae de todo), la oferta cultural infantil es apabullantemente en castellano: cuentos, juegos, libros, dibujos animados…
¿Conclusión? Dado que la inmensa mayoría de los referentes lúdicos de mi hija son en castellano, cuando juega, aunque sea sola, lo hace en esa lengua. Obvio.
Cuando uno oye o lee declaraciones públicas sobre la persecución del castellano en Catalunya, o la dificultad de usarlo en el día a día, no puede menos que quedarse estupefacto. Mientras mis hijos son completamente bilingües a pesar de vivir en una casa donde solamente se habla catalán, ni jueces ni abogados en Cataluya tienen obligación de comprender el catalán, por poner solamente un ejemplo entre cientos.
Es absolutamente cierto que el castellano está discriminado en Catalunya, y lo está por tres motivos que apunto de menos importante a más.
- El primero es por los más que demostrados beneficios del bilingüismo: es bueno para aprender más y mejor, es bueno porque nos hace más empáticos, es bueno porque nos protege (relativamente) de enfermedades degenerativas de origen neurocerebral. Por tanto es bueno aprender castellano y catalán, catalán y castellano. Si una de las lenguas — creo que queda claro por lo escrito hasta ahora que es el catalán y por qué motivos — está en una situación de desventaja, parece lógico auparla hasta la igualdad para promover el bilingüismo (muy distinto de la diglosia, dicho sea de paso).
- El segundo motivo es para fomentar la inclusión social. O la inter-inclusión social, si se prefiere: no se trata de que un grupo «incluya» al otro, sino de que se «incluyan» mútuamente, que se interrelacionen, que no haya guetos (ni de catalanoparlantes ni de castellanoparlantes). La experiencia de la inmersión lingüística en las escuelas catalanas ha demostrado ser excelente en esta cuestión. No suficiente, por supuesto, pero sí fantástica dentro de sus posibilidades. Algunas personas opinan — no sin razón — que educar a alguien en una lengua que le es ajena (es decir, a un castellanoparlante en catalán) puede perjudicar su nivel de comprensión. Si bien esto es cierto (la ciencia también se ha pronunciado al respecto) hay dos objeciones a hacer. Una, que es posible que la exclusión social por no saber ambas lenguas sea peor que la motivada por no haber «comprendido toda la lección». La segunda, y mucho más importante, es que cuando un organismo como la UNESCO defiende la escolarización en la lengua propia lo que realmente están defendiendo son
aproximaciones educativas bilingües o multilingües basadas en la lengua materna como un factor importante de inclusión y calidad en la enseñanza
. Es lo que pretenden algunos al querer añadir el inglés como lengua vehicular. Si sirve para el inglés, sirve para el catalán.
- Por último, porque se trata de un derecho constitucional. Mi hija, mis hijos, tienen derecho a conocer y poder desarrollarse plenamente en su(s) lengua(s) materna(s). Dada la apabullante presencia del castellano en relación al catalán, desarrollarse en catalán jamás será posible sin una enseñanza, sí, que discrimine (negativamente) el castellano a cambio de una discriminación (positiva) del catalán. Si ello fuese en detrimento del desarrollo del castellano en mis hijos, yo sería el primero que se opondría. Vehementemente. Pero la experiencia nos ha demostrado, repetidas y contundentes veces, que el castellano no retrocede nunca, mientras que el catalán sí se mantiene (tampoco avanza, porque harían falta más políticas para ello).
Acabo como he empezado: esto es una opinión personal fruto de la observación atenta de un único caso, el de mi hija (y el de mi hijo, que va por la misma senda). No pretende ni convencer ni confirmar en sus convicciones a nadie. Es un único caso y tiene la relevancia que tiene.
Que para mí es toda. Suficiente como para, si se diese el caso, desobedecer una ley que no permitiese a mi hija aprender los dos idiomas en los que hablan sus padres y abuelos: el castellano y el catalán. Hay quien defiende la «utilidad» de una lengua por el número de hablantes. Para mí, el catalán no es útil porque tenga más hablantes nativos que el Checo, el Búlgaro, el Sueco, el Danés, el Finlandés o el Noruego, entre otros. Para mí, el catalán es útil porque lo hablan mi madre, mi mujer y mi hija. Y no hay nada más importante que eso, aunque fuésemos los únicos que todavía lo hablásemos en todo el mundo.
(Esta reflexión la hubiese podido escribir en catalán para defender el castellano, la lengua en la que hablo con mi padre: lo haré el día que haya un mínimo atisbo de que lo que ahora sucede con el catalán pueda remotamente sucederle a mi otra lengua materna. De momento, no hay motivo alguno.)
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 febrero 2016
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Muriel Casals. Aniol Resclosa per a Òmnium Cultural.
El dia 11 de desembre de 2014 em reunia amb la Muriel Casals a la seu d’Òmnium Cultural al carrer Diputació de Barcelona. Havia sentit a parlar de mi i volia conèixer-me.
Per a mi, la Muriel Casals no era una desconeguda: més enllà de la seva intensa presència mediàtica els últims anys, la Muriel havia estat la meva primera professora a la universitat: em va donar Introducció a l’Economia durant el meu primer any d’estudiant de Ciències Econòmiques i Empresarials — especialitat en Economia General — a la UAB. Era 1991 i la Muriel ja era una persona molt atractiva: t’atreia la seva manera de parlar, t’atreia la seva neutralitat en abordar els temes, t’atreia la seva inquietud per comprendre perquè la gent fa les coses que fa. En aquell temps no teníem la Vikipèdia i hom no sabia si la Muriel havia estat militant del PSUC o no, ni falta que ens feia. Només sabíem, pel seu segon cognom, Couturier, que el seu nom tan estrany com bonic havia de venir de part de mare. I que, gràcies a ella, Smith, Ricardo, Keynes, Schumpeter o Hayek, amb les raons de cadascú, tots ells m’acompanyarien la resta de la meva vida.
A la reunió, a més de la llavors presidenta d’Òmnium, hi havia el vicepresident Quim Torra i el director de l’entitat, l’Oleguer Serra. Era un dijous a migdia i la cita m’enxampava entre reunió i reunió, entre la UOC i la Fundació Bofill, a les que anava en bicicleta feia cosa d’un any, i amb els cabells ja lligats amb una cua, per primera vegada en la vida. Un mes de molts i molt importants canvis.
La Muriel em va preguntar qui era, tot i que ja ho sabia, però li agradava escoltar, i escoltar en primera persona. I em va preguntar què en pensava de tot plegat, tema que va donar per entès.
I així li vaig explicar els meus dubtes sobre les identitats col·lectives i els nacionalismes, amb qui tinc una relació com amb les religions: els respecto tant com em respectin.
I així li vaig explicar que per molts motius desconfiava també dels arguments estrictament economicistes, sobretot perquè sovint són conjunturals i, encara més sovint, amb impacte desigual i en direccions oposades.
I així li vaig explicar que sí creia en Europa, i en el principi de subsidiarietat, i que una cosa i l’altra havien posat data de caducitat als estats-nació, i més encara després de la ventada que escombrava i havia d’escombrar occident després de la Primavera Àrab, el 15M i tot el que estava venint i havia encara de venir.
En definitiva, vaig fer un exercici molt conscient de desmarcar-me del que jo, llavors, creia que era el dogma i l’ortodòxia d’Òmnium.
— Déu n’hi do — va dir amb els ulls molt oberts.
— Perdona. És que hi he pensat força. Això et passa per preguntar! — vaig bromejar, mirant d’alleugerir la intensitat del moment. Jo admirava la feina d’Òminum: no en va, n’era soci, però com una mena de contracte externalitzat de qui saps que defensa els teus mateixos interessos però no n’estàs segur de compartir del tot les maneres.
— Es nota! — es va afanyar a contestar, amb aquell mig somriure còmplice que tenia.
I llavors, sense pausa, em va convidar a afegir-me a la Junta Directiva d’Òmnium Cultural.
— És molt afalagador, Muriel, però jo és que crec que no sóc dels vostres, com he intentat explicar.
— Precisament! — va precipitar-se sense pausa ni vacil·lació.
Em vaig quedar estupefacte. Vaig dirigir els ulls a l’Oleguer Serra, que em va mirar amb cara de a-mi-no-em-miris. Vaig girar-me per fitar el Quim Torra, que seia a la meva dreta i a qui donava lleugerament l’esquena mentre parlava amb la Muriel.
— Aquí tots mirem de posar el nostre accent. I el resultat és una mica de tots — va rematar el Quim amb satisfacció.
He trigat ben bé un any en saber què hi faig a la Junta Directiva d’Òmnium Cultural. La teoria va quedar exposada clarament en aquella taula un 11 de desembre de 2014. Però la pràctica la vaig anar aprenent durant tot l’any següent. A temps, diria, per renovar el meu compromís a les últimes eleccions a la Junta el 16 de desembre de 2015, un any just després que l’executiva de la Junta ratifiqués la proposta de la Muriel d’incorporar-m’hi.
La Muriel creia que en una taula mai no hi sobra ningú.
La Muriel creia que allò desconegut existeix per descobrir-ho, no per bandejar-ho.
La Muriel creia que és millor anticipar-se que fer tard.
La Muriel creia que els ponts tenen dos extrems, i que quan més ple baixa el riu, més necessaris són per poder creuar-lo.
La Muriel creia que és millor centrar-se en el que ens uneix, i treballar-hi, que no eternitzar-se en el que ens separa, i estancar-nos.
— Muriel, jo és que crec que no sóc dels vostres.
— Precisament!
Precisament.
Precisament.
I, des d’aquell moment, vaig ser dels de la Muriel. Per sempre.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 mayo 2015
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En un estado plurinacional como el español, en los medios es habitual oír a un castellanoparlante locutar palabras pertenecientes a otra lengua cooficial en el territorio. A diferencia de lo que sucede con los hablantes de lenguas distintas del castellano, los castellanoparlantes no suelen conocer las otras lenguas cooficiales, como el catalán. Así, se dan casos donde, a pesar de la buena voluntad del locutor, el catalán no se pronuncia bien, dando lugar no solamente a incorrecciones (totalmente comprensibles) sino también a equívocos (no tan comprensibles tratándose de medios de comunicación). Esta brevísima guía pretende echarles una mano.
Lo que existe en catalán y no en castellano
Empecemos por aquello que es totalmente nuevo para el castellanoparlante.
La ç, cedilla o ce caudata. A diferencia del castellano, no se pronuncia como una ka (ca, co, cu) ni como una zeta (ce, ci). Quienes hablan francés tampoco deben llevarse a equívoco, dado que la catalana se pronuncia parecida pero articulada más atrás. Simplemente, la ç catalana se pronuncia exactamente igual que la ese castellana. Así, la obra maestra de Mercè Rodoreda «La Plaça del Diamant» no es, ni más ni menos, que «La Plasa del Diamant».
La l·l (con el punto volado, no a tierra: l.l) o ele geminada tiene un comportamiento parecido al de la doble ene en el castellano «connivencia», doblando el sonido como si estuviese (de hecho, está) a final de la primera sílaba y al principio de la siguiente: con nivencia. De esta forma, Avinguda del Paral·lel se debería pronunciar, en sentido estricto, como Avinguda del Paral Lel. No obstante, la mayoría de catalanoparlantes, en su afán economizador, simplemente la pronuncian como una ele normal y corriente, igual a la castellana: Avinguda del Paralel.
Por último, encontramos el dígrafo ny, que no podría ser más familiar al castellanoparlante, ya que se trata de su eñe de toda la vida. Penya es Peña. Y aquí paz, y mañana gloria.
Lo que existe en castellano y es distinto en catalán
Creo que hay dos casos que vale la pena destacar por su frecuencia y familiaridad en el uso.
El primero es el de la ce ante e e i: ce, ci. A diferencia del castellano, en catalán se pronuncian como la ese castellana. La Mercè, fiesta mayor de Barcelona, se pronuncia «mersé» (no entraremos aquí en las vocales abiertas y cerradas), del mismo modo que el Parc de la Ciutadella (donde se encuentra el Parlament) es siutadella.
El segundo es la x, que en catalán a veces toma el sonido «ks» de «expectativa» pero también el de «xilófono»… o, si se prefiere, el del inglés shine, sheep o shit cuando va a principio de palabra o precedida de i (que no entonces no se pronuncia). Es especialmente el dígrafo -ix- el que suele dar problemas: La Caixa no es La Caiksa, ni La Caisa, sino La Casha.
Por último, el clásico: g y j precediendo una vocal. Durante 23 años Jordi Pujol fue President de la Generalitat de Catalunya. Pujol, como Generalitat, no se pronuncian con el sonido j de jamón, ni tampoco con el sonido de la y en playa. Es comprensible que se pronuncie mal… si no fuese porque la inmensa mayoría de castellanoparlantes pronuncian con bastante acierto la jota en John Travolta o Norma Jean. Pujol, como Generalitat, llevan ese sonido. Exactamente el mismo.
Lo que es igual en castellano y en catalán
Aquí es donde el catalanoparlante se exaspera. Hasta este punto, uno puede tener más o menos acierto emulando los sonidos del catalán que resultan nuevos al castellanoparlante. Pero no es de recibo que lo que es igual, igual-igual, se pronuncie distinto.
La elle es la misma en ambos idiomas. Valles y Vallès, además de compartir raíz etimológica y semántica, se pronuncian (salvo la e y la posición del acento prosódico) igual. Puede uno aceptar cómo los distintos dialectos del castellano tratan a esa elle, convirtiéndola en y muchas veces: vayes. Y acepta generalmente el catalanoparlante que esa ll a final de palabra es infrecuente (¿inédita?) en castellano, de forma que el apellido Valls pueda verse raro. Bien, raro, pero sigue siendo una ll que como ll debe pronunciarse. Así, es aceptable oír Vays por Valls, pero… ¿¡Vals!? Y Pasqual… ¿¡Maragal!?
Similar ocurre con la m a final de palabra: la Patum de Berga. Efectivamente, esta posición es extraña en castellano… pero sigue siendo una eme. ¿¡Patún!? (claro, que después del cederrón, no le pediremos peras a la madre de los olmos).
De la misma forma, la terminación -ig, por arcana que pueda parecer en castellano, no es sino la ch de toda la vida. La palabra mig (medio) se pronuncia mich (no mij), de la misma forma que Puigdemont es Puchdemont y no Puijdemont (y sí, la t final también puede pronunciarse en castellano con un poco de empeño).
Por último… por último a veces lo más fácil es limitarse a leer. A leer con interés, claro, y sobre todo respeto. Para no llamarle «castellets» a los castellers. Castellers son los que hacen castillos, y no los castillitos, igual que el que hace zapatos es el zapatero, y no el zapatitos.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 08 marzo 2015
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Las redes sociales, ¿ángeles o demonios? ¿Agujero por donde se cuela el tiempo o puerta dimensional que nos traslada a otros mundos? Los cuchillos, ¿herramientas para tallar figuras en la madera o para destripar personas en un callejón oscuro? Está bien, tal vez la comparación no es del todo precisa, pero seguramente se entiende la intención: es el uso y, sobre todo, los propósitos tras un determinado uso lo que connota fuertemente una herramienta.
En este sentido, se me ocurren 8 motivos para fomentar el uso de las redes sociales. Y cuando digo fomentar quiero decir promover, animar, facilitar, incentivar, incluso recompensar el uso, y no sólo tolerarlo. Y, también, 3 motivos por los que deberíamos hacerlo con cuidado. Y hacerlo con cuidado significa acompañando su uso, evaluando su impacto, priorizando determinados usos por encima de otros.
El primero es que el mundo ha cambiado, radicalmente, y las redes sociales son una de las consecuencias fruto de esta radical revolución. Sí, que existan puede parecer un argumento pobre. Pero que su adopción sea masiva y su aplicación sea hegemónica no lo es. Como la electricidad. Como el agua corriente. Tener electricidad no nos hace diferentes, ni mejores: es no tener acceso a ella lo que nos sitúa en posición de desigualdad, de exclusión económica y social. Y es en esta clave que tenemos que empezar a comprender las redes sociales, en particular, e Internet y la telefonía móvil y las Tecnologías de la Información y la Comunicación, en general.
El segundo, más poderoso o, quizás, más práctico que el anterior es que las redes sociales son, al mismo tiempo, nuevas herramientas y nuevos espacios. Nuevas herramientas que, en un mundo cada vez más dominado por la gestión de la información y las comunicaciones, nos hacen más eficientes y más eficaces en, de nuevo, cada vez más tareas y procesos. Y no sólo nos hacen más eficientes y eficaces en nuestros pequeños microcosmos personales, sino que abren — literalmente — todo el mundo y nos lo sitúan a un clic de distancia. Así, son nuevas herramientas que nos hacen mejores en nuestros espacios y en los espacios que nos abren.
Tres. El oficio hace el maestro, reza el dicho. Y para practicar, se debe ser y se debe hacer. Las redes sociales son el lugar donde conocer, aprender, practicar y perfeccionar las competencias digitales. Competencias como la alfabetización tecnológica, la alfabetización informacional y la alfabetización mediática. Competencias como gestionar la propia persona digital — y conocer mejor la de los demás. Competencias como medir las tendencias y patrones de cambio que la propia revolución digital imprime en nuestras vidas. Cada día.
Cambios; nuevas herramientas y nuevos espacios; nuevas competencias. ¿Para qué? Cuarto: para cambiar cómo hacemos las cosas. Para transformar nuestras prácticas. Digámoslo de forma más vehemente: para introducir puntos de inflexión y disrupciones entre lo que hacemos, cómo lo hacemos, porqué lo hacemos, con quién lo hacemos, donde lo hacemos, cuando lo hacemos. ¿Y eso es bueno? Absolutamente: dejaremos de hacer unas cosas y haremos otras nuevas; dejaremos atrás tareas e instituciones y articularemos nuestra vida — ocio, trabajo, afectos, aficiones… — de una forma diferente. Las redes sociales son, primero, el lugar donde prototipar estas nuevas prácticas. Y, después, el lugar donde las pondremos en funcionamiento a gran escala.
¿Qué prácticas? Quinto motivo: diseñar, crear, articular, facilitar redes de interés. Sin la tiranía del espacio y del tiempo, podemos ahora tener varias redes donde manifestar nuestros diferentes intereses, donde encontrar soluciones a nuestras necesidades. ¿Provoca vértigo? Ciertamente, pero que este vértigo no nos haga ciegos al paisaje que se despliega ante nosotros.
Sexto motivo. Las redes sociales son muchas. No hablamos de los servicios de redes sociales, sino de sus manifestaciones: las conversaciones comienzan en la calle y acaban en Internet, pasando por la tele y la prensa. Esta itinerancia transmedia de la información y las comunicaciones hace que tengamos que estar en todas partes — repetimos: en todas partes — para poder comprender nuestro entorno. Y no podemos permitirnos no comprenderlo, a riesgo de quedarnos excluidos de él.
Penúltimo. ¿Redes de interés? ¿En un mundo cambiante y complejo? No: redes de aprendizaje y práctica. Las redes sociales nos ayudan no a aprender, sino a aprender a aprender. A ser conscientes de cómo aprendemos, para poder volver a aprender — más y mejor — en el futuro más inmediato. En un mundo que alteramos con nuestra mera acción rutinaria no vale saber conducir: debemos ser los mecánicos de nuestro aprendizaje y de la puesta en práctica de lo que sabemos hacer.
Y hacer es participar. Octavo y último punto, no podremos participar sin redes sociales, y sin participar no podremos estar en las redes sociales. ¿Qué significa participar? Quiere decir deliberar y votar, sí. Pero también cuidar de los enfermos o de nosotros mismos. O aprender (a aprender). O planificar (activamente) nuestras vacaciones o nuestro ocio. O amarnos. Sí, esto también es participar. Y las redes sociales nos ayudan.
¿Siempre? Bueno, con cautela. Tres motivos para tener cuidado a la hora de participar.
El primero es la identidad digital. De la misma forma que sabemos cómo presentarnos en un lugar y sabemos a qué lugares podemos ir, de la misma manera tenemos que aprenderlo en la virtualidad. ¿Nos desnudamos en plena calle? ¿Insultamos los demás? La virtualidad no es demasiado diferente y lo que allí hacemos también tiene consecuencias.
El segundo es conocer cuáles son nuestros círculos de confianza, conocer quién integra nuestras redes, como las desplegamos. Al igual que en la calle, en la escuela, o en el trabajo.
Tercero y último, lo mejor pero también peligroso de las redes sociales es su impacto, tanto en alcance como en rapidez. Internet y las redes sociales multiplican: hay que asegurarse de multiplicar ventajas y no desventajas. Las redes sociales son como una presa: bien gestionada, da agua de boca a una población y riega sus campos. Pero nos cuidaremos muy mucho de abrir de golpe la esclusa: a ver quién para después del agua.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 10 diciembre 2012
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Admitámoslo: el castellano está discriminado en Catalunya. No es una opinión ni una intuición: hay todo tipo de ordenamientos jurídicos que promueven una discriminación del castellano al dar un trato prioritario al catalán. Sucede en educación, pero sucede también en muchos otros ámbitos de la sociedad.
Pero no se detiene aquí el afán discriminador de los catalanes.
También se discrimina a los ricos, que pagan tanto en términos absolutos como relativos mucho más en impuestos que sus compatriotas de menor renta. Y no solamente pagan más, sino que habitualmente reciben menos: los gastos en servicios sociales, transporte público colectivo o subsidios a determinados bienes suelen quedar fuera de los intereses de las clases con mayor poder adquisitivo.
Se discrimina también a los hombres en contraposición a las mujeres. Además de algunas normas que las favorecen o protegen de forma explícita, gozan también de beneficios indirectos por su condición de madres que los padres, como mucho, pueden aspirar a igualar, pero que suelen quedar por detrás en su disfrute.
¿Y los que pasan una determinada edad? La inmensa mayoría de adultos se ve discriminada en su condición de no-jóvenes de tantas y tantas ventajas sociales a favor de quienes no han sobrepasado todavía un determinado umbral de años: descuentos jóvenes, becas, premios, tasas especiales.
Peor todavía es la discriminación, claro, por no haber cumplido una determinada edad. Es decir, la discriminación que sufren lo que, sin ser jóvenes, no son lo suficientemente viejos para descuentos o gratuidad en transportes públicos, medicamentos, viajes, hogares de ancianos y residencias.
Hay más, hay muchas más discriminaciones: por no tener una discapacidad, por no tener suficientes hijos, por no hacer una actividad económica relacionada con la cultura o con la educación…
Todas estas «discriminaciones», sin embargo, no son fortuitas, sino deseadas y consensuadas por el grueso de la comunidad: se conoce con el nombre de discriminación positiva aquella que tiene por objetivo cerrar una brecha de desigualdad creando otra desigualdad de signo opuesto. Con ello se pretende compensar la desigualdad inicial para acelerar su desaparición o para sentar unas bases de equidad fuertes que dificulten su reproducción. Así es como «discriminamos» positivamente a pobres para que tengan igualdad de oportunidades, a las mujeres para luchar contra el sexismo, a los jóvenes para que puedan formarse e integrarse en la sociedad, a los mayores para que no se descuelguen de esta al dejar de ser «productivos», a los discapacitados para hacer su discapacidad irrelevante, a los hijos porque se ha acordado que la natalidad es buena, lo mismo que la cultura y la educación…
La discriminación positiva no es un ataque al fuerte, sino un asidero especial a quien está en desventaja. La discriminación positiva es destinar más horas y recursos al hijo que perdió horas de clase por una enfermedad, sin por ello dejar de querer a su hermano.
El castellano y el catalán son dos hermanos de la misma madre. Y el catalán ha ido perdiendo innumerables horas de clase al haber enfermado varias veces: desde el virus de Felipe V hasta el cáncer de Francisco Franco. Y es por ello que merece una discriminación, una discriminación positiva.
Y la prueba de que es una discriminación positiva (y no negativa) es que el resultado es una mayor equidad entre ambas lenguas, tanto en la esfera privada como en la pública, equidad que se pone a prueba cada día por las inercias del pasado (el cáncer tiende a la metástasis), las oleadas de inmigración (que traen consigo el castellano o lo adoptan por lengua más universal), el solapamiento de administraciones e instituciones que no tienen como lengua cooficial el catalán (aunque sí sirven a estos ciudadanos y contribuyentes) o el aluvión de contenidos a los que se puede acceder gracias a la digitalización (de texto, sonido e imagen).
La pregunta relevante no es si el catalán o el castellano están discriminados en Catalunya, sino por qué deberían estarlo. Como de costumbre, las preguntas que empiezan con «por qué» suelen ser las más difíciles de contestar. Y por ello las pasamos alegremente por alto.