Guerra de clases.
La contienda electoral.
Ganar las elecciones.
Derrota política.
El adversario.
La oposición.
Debo ser un ingenuo. Pero atrás, muy atrás queda aquello de la política como gestión de lo común, como la creación de un proyecto compartido.
No soy tan ingenuo como para creer que todo el mundo persigue los mismos objetivos. Y que esos objetivos pueden ser, incluso, mutuamente excluyentes y, por tanto, difícilmente compatibles o reconciliables.
No obstante.
En el mundo anglosajón se habla, en el ámbito de la política y la gestión comunitaria, del naming and framing (nombrar y contextualizar) como paso previo a la correcta resolución de un problema o una cuestión pública. Más allá de lo obvio, se entiende que nombrar un problema es necesario para delimitarlo bien. Si hablamos de la «lucha contra las drogas», automáticamente evocamos a las fuerzas de élite tiroteando a los narcotraficantes, probablemente olvidando a los consumidores. Si hablamos de «tratamientos contra las drogas», puede ocurrir lo contrario: ponemos el énfasis en que el consumo debe tratarse como una enfermedad, dejando al margen el crimen que suele acompañarla.
Sucede lo mismo con el contexto. Siguiendo con el ejemplo de las drogas, el consumo de estupefacientes es muy distinto dependiendo del quién, el cómo, el cuándo, el dónde y, sobre todo, el porqué. El consumo lúdico de cannabis suele tener poco que ver con el consumo patológico de heroína: podemos separar perfectamente al fumador de clase media ocasional, con el que empezó a pincharse en un entorno de exclusión social, marginalidad o criminalidad.
En muchos casos, ese nombrar y contextualizar nos lleva a un estadio superior en la comprensión de los problemas y, en consecuencia, en el diseño de sus soluciones y las políticas públicas (o acciones comunitarias) que intentarán llevarlas a cabo. Así, si bien que una persona se quede sin hogar es seguramente el componente más serio (por grave) de un desahucio, el problema es mucho más complejo que una persona quedándose sin techo: hay un banco que ve sus activos perder valor, unos accionistas perdiendo dividendos, una comunidad de vecinos probablemente perdiendo la contribución de ese vecino (ahora desahuciado), un piso probablemente siendo ocupado (posiblemente generando problemas a vecinos y nuevos propietarios), un mercado del alquiler arrugándose ante los problemas de impagos y desahucios, etc. Algunas de estas cuestiones son más importantes que otras, aunque (1) la importancia dependerá del sistema de valores de cada uno y (2) lo importante es que todos forman parte de un gran puzzle que es necesario desentrañar para dar con la mejor aproximación al problema.
En mi opinión, los problemas o necesidades que afectan a un colectivo generalmente no son sencillos — añadiría que por construcción, al afectar a un colectivo y no a un individuo. En consecuencia, hacen falta muchos ojos sobre ellos para desenmarañarlos, que hay que identificar a todos los actores afectados por la cuestión (no solamente a los más preeminentes), conviene hacer inventario de las posibles aproximaciones y soluciones con sus respectivos pros y contras, hay que tener en cuenta las distintas escalas de valores que determinan las diferentes prioridades de cada actor, dirimir el posible impacto de la propuesta a llevar a cabo y sus costes (materiales o personales) asociados. Entre otras muchas cosas.
Parecería que, si estamos de acuerdo en la complejidad de los problemas, es más fácil abordarlos sumando que restando. Si bien construir es más complejo que dejar las cosas correr, se me antoja que considerar la política algo parecido a una guerra no es una buena aproximación a la cuestión. O, al menos, no es la que yo querría para mí.
En concreto, hay tres motivos por los cuales no comparto que haya que enfocar el debate político como una guerra, como una cuestión de bandos.
- El primero es que la gestión de lo común no tiene porqué ser un juego de suma cero. Es decir, niego que, necesariamente, toda solución pase por que haya siempre quienes salen ganando y quienes salen perdiendo, que conseguir algo tenga que ser siempre a costa de que otro pierda algo. A veces es así. Pero no siempre. Y, me atrevo a decir, no en la mayoría de los casos. Tampoco tiene que ganar todo el mundo: basta con que los que no ganan tampoco pierdan para que una opción sea deseable (o Pareto superior).
- El segundo es que los partidos y otras instituciones de la democracia no representan fidedignamente las preferencias de sus miembros, simpatizantes y mucho menos sus votantes. Tienen más en común los asalariados que votan a un partido o a otro, que (seguramente) esos mismos asalariados con los respectivos dirigentes de los respectivos partidos — por poner un ejemplo bastante manido. Quien prefiere enfrontar partidos — en lugar de sentarlos a la misma mesa o hemiciclo — pone en la misma bolsa a la miríada de individualidades que han venido a darse cita bajo unas mismas siglas por sus múltiples motivos. Se me antoja una generalización difícil de digerir.
- Por último, y más importante, la política como guerra pone la ideología como fin, no como instrumento. La ideología, para mí, es una metáfora, una forma de ver el mundo y una forma de pensar en cómo mejorarlo. Y como toda metáfora y como todo punto de vista tiene sus puntos fuertes y sus limitaciones. No hay que confundir ideología con principios: mis principios, p.ej., son la igualdad de las personas; mi ideología que hay que velar por esa igualdad desde las oportunidades, no solamente desde los recursos disponibles. Cuando uno se atrinchera en la ideología, acaba amoldando sus principios a ella (condenando unas dictaduras pero justificando otras, por ejemplo). Y, entonces, lo que importa ya no es resolver problemas, sino ganar. Para imponer la ideología.
Quiero cerrar esta reflexión con tres breves apuntes.
El primero es que yo, por supuesto, me alegro cuando la opción que yo he votado saca más votos que el resto. Por supuesto. Considero con ello que hay más gente con la que compartimos puntos de vista y posibles instrumentos y posibles soluciones. Y como considero que éstas son las mejores, hay más probabilidad de que se lleven a cabo. Por supuesto. Pero mantengo la (aunque a veces cueste) opinión que puede que esté equivocado y que vale la pena estar atento a las opiniones de otros.
El segundo es que, incluso desde las antípodas ideológicas, siempre hay algo que nos une al resto de la comunidad: será el contexto, será el diagnóstico de la situación, serán las dudas sobre una misma cuestión, será el compartir recursos. Mientras la política como lucha se empecina en poner de relieve y por inventariar la lista de todo lo que nos separa, la política como construcción, el consenso, se centra en poner de relieve y ponerse a trabajar en aquello que nos une, dejando para más adelante las decisiones que crearán división. La ventaja del consenso es que cuando llega la disensión y, con ella, el bloqueo, ya se ha andado una parte grande o pequeña del camino, que es más que no haber andado nada. Es más, con la andadura suele aparecer nueva información, actores, propuestas que van a enriquecer la deliberación.
La tercera y última es que, en realidad, sí hay un enemigo a batir en política, en democracia: el que quiere destruir el sistema o lo usa de forma intencionada para manipularlo a su favor. No es éste el que persigue su beneficio o sus aspiraciones dentro del juego democrático, sino el que abusa de dicho juego desvirtuándolo completamente como herramienta de gestión de lo público, de lo colectivo.
Desgraciadamente, a estas alturas, hemos conseguido darle la vuelta al tablero: somos condescendientes y conniventes (cuando no cómplices) con quien dice compartir nuestras ideas, mientras tratamos de destruir a quien identificamos (con certeza o erróneamente) como nuestro oponente, aunque pueda, en realidad, tener mucho en común con nosotros.
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