Cuando votar crea división

— Cariño, mis padres van a venir a vivir con nosotros.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

— Cariño, voy a arreglar la boda de nuestra hija con su primo el de Murcia.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes, especialmente con la niña?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

Uno de los argumentos menos fundamentados sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, en general, y sobre la realización de un referéndum, en concreto, es que celebrar una votación, sin lugar a dudas, va a crear división entre los catalanes, o entre los españoles, que los va a enfrentar, que se creará un cisma, que los violentará.

En mi opinión esta es una clara confusión de causas por consecuencias, o mejor, una confusión de una realidad subyacente por sus síntomas superficiales.

Lo que crispa, separa y divide no es ser preguntado por una cuestión, sino lo que llevó a esa cuestión misma. Pueden dividir las distintas formas de enfocar la realidad; o las distintas formas de, en consistencia con esos distintos enfoques, querer obrar de cara al futuro. Pero, ¿ser preguntado? En absoluto.

Ser preguntado no crea más desasosiego en quién disfruta del status quo, en quién se aferra a su porción de poder, en quién ve legitimada su realidad por la inercia de los hechos, como no ser preguntado no crea más desasosiego en el que denosta el status quo, el que está en franca desventaja en ausencia de todo poder, en quién ve ninguneada su realidad por los sordos oídos de quién no quiere oír. Ni más ni menos preguntar genera más tensión que no preguntar, votar que no votar.

En el peor de los casos, airear un desencuentro lo que hace es cambiar de bando el desasosiego: el de quién por fin es escuchado y se ve reconocido por, a veces, el de quién ahora se ve cuestionado.

En el mejor de los casos — en el más civilizado de los casos, cabría decir — votar, dar voz, debería servir para que quienes viven juntos se vean forzados a escucharse, a dirimir sus desencuentros y diferencias, a calibrarlos en su justa magnitud, a minimizarlos cuando se tercie y a maximizar los esfuerzos para acercar pareceres cuando la cuestión así lo aconseje. O para tomar distintos caminos y evitar injerencias mutuas si así se resuelve.

Esta es la teoría.

La realidad es que votar, o debatir, sí atiza el fuego de la confrontación, creando división y enconando los puntos de vista opuestos que, en consecuencia, se radicalizan. Pero, de nuevo, el problema no es del hecho de votar en sí, sino lo que votar evidencia: una mala educación democrática. No saber deliberar. O, simplemente, no querer hablar — y dejar como último recurso la violencia, por construcción, sea explícita o soterrada. De querer ganar las discusiones sin hablar, ganarlas por el simple ejercicio de blandir el poder que uno ostenta — y que no se resigna a perder. Esto es, en definitiva, lo que divide: tener el poder y no saber utilizarlo mas que para mandar. Para negar la realidad o para ajustarla a las propias y distorsionadas percepciones, todas ellas endógenas y enraizadas en los más profundos prejuicios y apriorismos.

Es como creer que un médico conjura la enfermedad por el solo hecho de nombrarla.

— Cariño, deberías ir a que te miren eso.
— Mejor no: no vaya a ser que me encuentren algo y les dé por curármelo.

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