Evaluando un discurso político por su fondo (no por su forma)

En un mundo donde prima la inmediatez sobre lo reflexivo, y lo apetitoso a la vista sobre lo apetitoso a la razón, la comunicación política ha devenido algo hueco, vociferante y unidireccional en lugar de ser la comunicación política una herramienta para explicar las opciones que hay y dar a conocer la elección que hace el gobierno o un partido en función de sus principios y los pros y contras de dichas opciones.

La consecuencia de todo ello es que cada vez hay menos mensajes políticos que apelen a algo más que nuestro sistema límbico, ese cerebro de reptil que rige nuestros más básicos instintos: el placer, el miedo, la agresividad. Así, hay que hacer un verdadero esfuerzo para poder llegar al fondo de lo que está comunicando un mensaje, apartando la hojarasca, los fuegos artificiales y ese barroquismo eufemizante llamado lo políticamente correcto.

Hay, para mí, tres puntos fundamentales sobre los que debe edificarse un discurso político que pretenda ir más allá de las formas y aportar ideas o reflexión, un discurso que pretenda abrirse al diálogo y no cerrarse en el monólogo. Que sean fundamentales no significa que su cumplimiento sea inflexible e incondicional —es posible que en algún momento del discurso sean brevemente pasados por alto…— pero sí que la lógica interna del discurso esté firmemente fijada alrededor de ellos.

Estos puntos son:

  1. Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas.
  2. Ninguna afirmación sin datos que la sustenten.
  3. Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva.

Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas

Cuando un discurso cualquiera habla más de los demás que de sus ideas suele ser señal que tiene poco que aportar. En especial, porque unas determinadas ideas o propuestas son más o menos válidas con independencia de la quien las formule o proponga. La ley de la gravedad no deja de actuar porque la enuncie un facineroso, ni la mayor de las atrocidades es más aceptable porque la justifique un Nobel de la Paz.

La política, además, es un terreno que ha perdido legitimidad a marchas forzadas. Los componentes de sus instituciones se han desviado de perseguir el bienestar público para perseguir la permanencia en el poder a través de la maximización de votos. En este contexto, cualquier referencia ad hóminem se puede interpretar automáticamente como una interpelación a los adversarios más que a los ciudadanos. Cada vez que un político denuncia que el partido A pactará con el partido B da la sensación de que habla para sí mismo y para sus correligionarios, no haciendo ningún tipo de aportación relevante para quien paga los impuestos. Habla sobre votos y no sobre bienestar. Habla sobre políticos y no sobre políticas.

"A pactará con el partido B" es asimilable en profundidad a "la rapacidad del neoliberalismo descarnado" o "el bonismo ingenuo de los progres". Están también al mismo nivel "apelamos a la responsabilidad de B para aceptar las propuestas de A" o el tan denostado como concurrido "y tú más".

Por favor, que el discurso no se centre en el gremio y sus intereses particulares, sino en los ciudadanos y el interés público.

Ninguna afirmación sin datos que la sustenten

La política debería recaer en profesionales: profesionales de la toma de decisiones (lo que no quiere decir que se perpetúen en el cargo, sino que sean capaces de tomarlas, y eso hay que saber hacerlo). Y el esquema básico de la toma de decisiones es de una simplicidad extrema: se recopila información sobre una cuestión y se toma una decisión racional que se justifica por la información recabada. Por supuesto, la complejidad del momento de tomar la decisión —de esa racionalidad— puede ser mucha, pero el proceso sigue siendo simple: (1) informarse, (2) decidir.

Esta regla de oro no debería violarse jamás. No hace falta explicitar todos los detalles del complejo proceso de tomar la decisión, pero dejar de explicitar la información que fundamenta la decisión tomada —o la propuesta formulada— significa que el simple proceso de (1) informarse, (2) decidir se ha visto reducido a la mitad: se decide o propone sin información. Por pura intuición. Por intereses particulares. Por prejuicios contra algo o por fe en algo. Por pereza y por desidia. O por todo lo anterior.

Cada vez que se afirma algo categóricamente sin aportar sus fundamentos, se ponen sobre la mesa dos opciones: o bien se toma al ciudadano por un votante iletrado, con el que no hay que perder el tiempo con explicaciones que será incapaz de entender; o bien no hay explicaciones que dar ni mucho menos que entender. Ambos supuestos son deleznables. El segundo por los motivos ya expuestos. El primero —creer que el ciudadano es imbécil— porque además de subestimarlo edifica una decisión sobre un consenso más que dudoso al no ser comprendido y, por tanto, difícilmente compartido y legitimado.

Es necesario —o al menos conveniente— tomar decisiones a partir de los consensos (que es distinto de la unanimidad). Si no, es probable que se estén tomando decisiones contrarias a dichos consensos. ¿Quién representa, entonces, a quién?

Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva

Vetar la crítica gratuita del discurso político podría ser un objetivo en sí mismo. No es ésta, sin embargo, la cuestión. Vetar la crítica gratuita o destructiva del discurso político implica o bien abstenerse de esa crítica gratuita o, mucho mejor, realizar una crítica informada y constructiva. Pedir a quien realiza una crítica que venga con una propuesta bajo el brazo supone que la crítica se ha hecho (a) desde una posición informada y (b) desde una posición comprometida.

Proponer alternativas supone que quien hace la crítica ha hecho un esfuerzo por conocer la problemática que aborda así como un esfuerzo por conocer las distintas opciones que están dentro de lo factible. Supone también que no solamente se conocen las opciones, sino sus respectivas ventajas y desventajas, pros y contras, y que se ha sido capaz de ordenar las alternativas en función de una escala propia de valores. En definitiva, supone que quien realiza la crítica constructiva es capaz de conjuntar las alternativas con la propia escala de valores, ordenarlas en función de esta y comprometerse con una de dichas opciones.

Como reza el dicho, si uno no es parte de la solución, es parte del problema. Y como demuestran las encuestas, sobran políticos que son parte del problema: va con el sueldo ser parte de la solución.

 

En definitiva, se trata de pedir al discurso políltico que salga de su discurso endogámico, desde y para el político o el partido. Que evite el enfrentamiento personal para centrarse en la política, en los problemas, en las soluciones, en aquello que preocupa realmente al ciudadano, a quien paga los impuestos, a quien espera de sus representantes que se ocupen de la administración de lo común (no de sus particularidades personales). Un discurso político que demuestre que se ha leído, que se conoce la materia, que si no se conocen las soluciones a todos los males al menos se han identificado los errores del pasado para no reproducirlos en el futuro. Un discurso, por último, capaz de aportar visión: los políticos —como los académicos— cobran para sentarse a pensar, para tomar distancia, para subirse al montículo que aporta el conocimiento y ser capaces de ver algo más lejos que el resto de los ciudadanos. Ese es su cometido. Si no cumplen con él, si ni tan sólo lo intentan, están de más.

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