No hay un proceso canónico de creación de conocimiento. Encontraremos, desde la epistemología hasta el management, multitud de formas con las que explicar cómo la Humanidad baja del árbol y, una vez en pie, convierte una rama en una herramienta para mejorar su existencia.
Sin embargo, sí podemos definir dos direcciones opuestas en las que sucede esta creación del conocimiento, que la filosofía ha categorizado, a grandes rasgos, en racionalismo y empirismo. El racionalismo comienza haciéndose una gran pregunta, por qué, a partir de la cual va deduciendo la solución a su problema en concreto. El empirismo, al contrario, empieza por lo más concreto, cómo, hasta que llega a poder inducir la razón general.
El aprovechamiento práctico y la aplicación en la vida cotidiana del conocimiento, sin embargo, no tiene una aproximación —si se me permite la simplificación— tan direccional, sino, como mínimo, bidireccional, cuando no circular. La paleontología, la antropología y la sociología nos enseñan que si bien las inquietudes o los comportamientos acaban determinando cómo evoluciona el conocimiento, también el nuevo conocimiento acaba modulando los comportamientos. Así, las distinciones entre investigación básica, investigación aplicada, tecnología, innovación o técnica ni son claras ni, sobre todo, tienen una secuencia bien definida. La necesidad de moverse rápido puso el motor de explosión sobre unas ruedas, de la misma forma que el coche determina absolutamente la forma de los asentamientos humanos del siglo XX en adelante, y ahora sus habitantes tienen que investigar en energías renovables para revertir los nocivos efectos de los combustibles fósiles.
La revolución digital ha acelerado exponencialmente todas estas cuestiones. Cuando un mismo factor —la información— es a la vez input, herramienta y output, la epistemología, la antropología y la sociología saltan por los aires —la paleontología pasa a estudiar lo que aconteció antes de ayer.
Una de las críticas clásicas a la tecnología de vanguardia es que es una solución en busca de problemas. Y que no deberíamos dejarnos llevar por solucionisme y aplicar acríticamente y sin criterio la última novedad en el mercado tecnológico. Y es cierto.
Pero es igualmente cierto que estas tecnologías, probablemente como nunca, cuestionan no sólo maneras de hacer sino maneras de ser y razones de ser de lo que dábamos por supuesto. En el ámbito de la democracia lo que estamos cuestionando no son conceptos nada menores: identidad, comunidad, representación, institución, poderes, reputación, transacción, trazabilidad, transparencia, agenda pública, masa crítica, agencia, formalidad, garantía, neutralidad, tendencia , territorio, moneda, ley, derecho, ciudadanía.
Comprender qué es y cómo funciona la inteligencia artificial, las cadenas de bloques y las tecnologías de libro mayor distribuido, el cifrado o las identidades electrónicas son maneras no sólo de encontrar soluciones a problemas reales, sino de avanzar y decidir a tiempo hacia dónde queremos que evolucionen los conceptos básicos que conforman nuestras democracias y, con ellos, nuestras propias sociedades. No estar presente en este debate es dar por hecho que lo que venga será el estándar de facto, sea el que sea. Las democracias suelen morir así, por inercia.