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Por qué el independentismo y el resto de soberanismo no se encuentran. Una reflexión desde la desobediencia

Imagen de una urna del 1 de octubre de 2017

Siempre se ha dicho que la solución a las aspiraciones secesionistas del independentismo sólo tiene dos caminos: el pacto con el Estado español, y la confrontación violenta. O se celebra un referéndum pactado, o se gana una guerra de secesión. No hay más.

¿No hay más?

No.

La vía de la desobediencia

Hay una vía intermedia, la desobediencia, que tiene que ver con la distinción que Johan Galtung hacía de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. Estas dos últimas son invisibles y tienen que ver, la estructural, con la diferencia de oportunidades, la discriminación y, en general, con el trato desigual que las instituciones hacen con algunos ciudadanos; la cultural es similar, pero a nivel individual o personal: indiferencia, odio, desprecio.

El independentismo catalán se ha situado tradicionalmente en la lucha no-violenta contra estas violencias estructurales y culturales. En los últimos meses se ha hecho especialmente patente esta lucha contra una percepción de violencia estructural por parte del Estado español: no reconocimiento del derecho a decidir, arbitrariedad judicial, censura, represión de las libertades ciudadanas (especialmente la libertad de expresión), manipulación de los medios, discurso del odio, ataques a entidades de la sociedad civil, etc.

No entro ahora a juzgar si estas percepciones se corresponden con la realidad o no. La cuestión es que el independentismo, tras intentar pactar con el Estado y rechazar de plano la violencia directa, ha optado por esta vía intermedia de la desobediencia, consistente en poner de relieve estas cuestiones y, en la medida de lo posible, desobedecer normas que se percibían como injustas. El referéndum del 1 de octubre sería el ejemplo paradigmático de esta desobediencia pacífica contra la violencia estructural del Estado.

En el otro extremo, en el llamado bloque unionista, se ha promovido una visión totalmente opuesta a la del independentismo. Por un lado se ha negado la violencia estructural (el derecho a decidir no existe, no es cierto que se pasara el cepillo por el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, etc.) o la violencia cultural (las amenazas fascistas a personas y entidades catalanistas son puntuales o no merecen castigo, las manifestaciones de catalanofobia de algunos medios no son tales o caen dentro de la libertad de expresión, etc.). Por otra parte, y éste es, para mí, un salto conceptual ilegítimo, se ha equiparado la desobediencia a la violencia directa. Así, los que unos ven como una pacífica lucha contra la violencia estructural y cultural, otros lo ven como una violencia tácita que induce a la violencia directa. Este es el razonamiento, entre otros, del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, pero secundado por un gran abanico de espacios políticos que equiparan la desobediencia con la violencia directa y, por tanto, con las penas máximas que estipula el Código Penal.

De la violencia estructural a la violencia directa

Esta posición, desde mi punto de vista, no sólo refuerza la violencia estructural, sino que, en su extremo, la represión de la desobediencia entra ella misma en la violencia directa: es violencia directa apalear 1.000 personas que salen pacíficamente el 1 de octubre y es violencia directa poner en prisión a cargos electos y activistas que han ejercido también la desobediencia. Sin querer tampoco entrar aquí a debatir sobre Teoría del Derecho y sobre el Código Penal, me parece muy discutible hablar de rebelión sin violencia directa, y hablar de incitación a la violencia cuando tampoco ha habido violencia.

En resumen, tenemos el independentismo instalado en la vía de la desobediencia y el unionismo avalando por activa o por pasiva una vía que conduce a la violencia directa (evidentemente de mucho menor intensidad que la confrontación armada, pero conceptualmente en el mismo bando) por parte del Estado, violencia directa que se suma a la cultural y la estructural.

El soberanismo no independentista — lo que generalmente englobamos en Catalunya como Comunes y en otras partes del estado como mareas y confluencias (entre otras reificaciones del 15M), a pesar de sus diferencias internas en composición y en ideología — han querido quedarse en el bando del pacto. En un mundo binario — pacto o confrontación violenta — seguramente es la posición que se esperaría desde el respeto por la democracia y las instituciones. En un mundo más complejo, como el que he descrito más arriba, esta posición tiene sus detractores incluso dentro del respeto por la democracia y las instituciones.

Salgamos por un momento de la política territorial o identitaria y entremos en el machismo o el racismo.

La posición ante la violencia estructural

Las mujeres o las personas negras tienen una aparente igualdad formal en relación a los hombres o a las personas blancas. Pero las mujeres o las personas negras saben, porque lo viven cada día, que más allá de la ausencia de violencia directa, sufren violencia estructural o violencia cultural. La estructural es el techo de cristal, las diferencias salariales, la prioridad de la medicina hacia la investigación con y para los hombres. La cultural es la denigración, los estereotipos, el enorme rango de actitudes y acciones machistas en el día a día, cada día.

Ante el machismo o el racismo cada vez hay mayor consenso que no basta con garantizar las cuestiones formales, sino que hay que ir más allá. La discriminación positiva es el ejemplo más visible, pero hay otros que caen dentro de lo que hemos ido llamando la lucha contra los micromachismos, el machismo banal, el machismo institucional y un larguísimo etcétera. Y lo mismo con el racismo.

Con las enormes diferencias que existen entre los tres casos, las mujeres, los negros y los independentistas se enfrentan a la violencia estructural y cultural. Y esperan de sus compañeros que les ayuden a hacer visible esta violencia no directa por no estar formalizada, a desobedecer lo injusto, a luchar activamente para cambiar la estructura y la cultura de la sociedad.

Y volvemos sobre nuestro caso. En el independentismo, esta violencia estructural y cultural comienza con el discutido derecho a decidir, pero progresa rápidamente sobre el ejercicio y el aprendizaje de la propia lengua, el cuestionamiento de algunas instituciones (como la monarquía), la censura velada de algunas de estas ideas, la censura no tan velada, el encausamiento de la disidencia (humoristas, cantantes, artistas) para acabar con la persecución y encarcelamiento de personas por sus ideas y no por sus hechos.

Lo que el independentismo pide al resto del soberanismo no es que luche por sus propias convicciones (un nuevo estado), ni tampoco pide que luche por unos determinados instrumentos (un referéndum vinculante), sino contra la violencia que el Estado y una parte de la sociedad ejerce contra un colectivo de ciudadanos.

La asimilación de la posición del soberanismo no independenstista a la posición del unionismo, o las acusaciones de equidistancia son, en mi opinión, maniqueas y, por tanto, muy criticables: no es lo mismo inhibirse de una situación de injusticia que ejercerla. Ahora bien, el razonamiento que conduce a estas críticas tiene una parte de fundamento: inhibirse ante situaciones de injusticia, aunque no es lo mismo que ejercerla, contribuye a perpetuarla.

Las izquierdas ante la violencia estructural

Esta última cuestión es, además, especialmente importante desde las izquierdas.

De las muchísimas definiciones que se puede hacer de qué es la izquierda, una de mis preferidas tiene que ver con el querer recorrer el camino que va de la igualdad a la equidad, es decir, de tratar a todo el mundo igual a dar las mismas oportunidades a todos.

La equidad a veces requiere un trato no igualitario, y a veces requiere trabajar activamente (aquí el adverbio es importante) para eliminar las barreras que se interponen ante la igualdad de oportunidades, que evitan la equidad.

Cuando independentismo, y muy especialmente la izquierda independentista, ve algunos de sus derechos vulnerados (ve que el sistema ejerce violencia contra algunas personas), lo que pide no es igualdad, no es un referéndum pactado: pide equidad, pide lucha contra quien vulnera derechos o los vuelve en contra de un colectivo.

No nos debe sorprender, pues, que haya sido con la izquierda independentista donde el soberanismo ha topado más fuerte en estas cuestiones, dado que ha percibido que una parte de la izquierda no defendía algunos derechos con la misma intensidad que otros, dado que ha percibido que era un tema de equidad y no de igualdad, dado que ha percibido que la izquierda no hacía de izquierda en algunos flancos.

No deja de ser paradójico que la izquierda no independentista haya criticado eso mismo al independentismo: que se aliara con la derecha para conseguir sus fines.

Pero son, en mi opinión, dos planos diferentes: mientras puede ser censurable (o no: es otro debate) que derecha e izquierda pacten una determinada política pública, no puede serlo nunca para trabajar conjuntamente por la igualdad de oportunidades o para luchar contra la violencia estructural o directa. La segunda cuestión es sobre el terreno de juego; la primera sobre qué partida queremos hacer.

El punto de encuentro

La solución a este desencuentro es tan simple como difícil de llevar a cabo. Simple, porque hay dos aproximaciones más o menos inmediatas a hacer. Difícil porque son aproximaciones que piden determinación ideológica y, en el caso de los partidos, orgánica y asumir riesgos electorales.

La primera aproximación es que quien se dice demócrata debe desmarcarse del bloque represor en la defensa de los derechos. Y la defensa debe ser activa, no basta con sentarse a esperar un referéndum pactado. Tampoco basta con buscar este pacto. La izquierda no independentista ha de añadirse al independentismo en la desobediencia de todo lo que vulnera los derechos de los ciudadanos. No para defender el independentismo, sino para defender a los ciudadanos, voten lo que voten, piensen lo que piensen. Tal y como lo haría si se tratara de la lucha contra el machismo o contra el racismo. Porque hablamos de derechos, no de políticas. Y eso, en general, no ha pasado.

La segunda aproximación es que la desobediencia debe desmarcarse de las instituciones. Es decir, son las personas las que desobedecen, nunca las instituciones. En algunos casos la frontera puede ser poco clara (p.ej. un diputado, ¿desobedecería como persona o como institución?), pero en otros casos la frontera no es difusa y se ha traspasado. Aquí es donde la sociedad civil debe jugar un papel fundamental que, a menudo, los partidos han querido capitalizar e incluso liderar. La confusión de estas dos esferas, la institucional y la ciudadana, no puede volverse a dar.

Este doble pacto — más determinación en la defensa de los derechos y contra la violencia estructural y cultural, por invisible que sea; separación de las instituciones de la desobediencia civil — son dos pasos claros que pueden darse. Hacerlo pide valor y compromiso. Pero compromiso con los instrumentos, no con los fines. Al fin y al cabo, el republicanismo tiene muchos encajes territoriales, pero este aspecto es sólo el 1% de todo el camino que hay que hacer.

La izquierda tiene la costumbre de empezar por lo que la separa y no en lo que la une. Por una vez, podría invertir el orden de su acción política.

Entrada originalmente publicada el 27 de marzo de 2018, bajo el título Per què l’independentisme i la resta del sobiranisme no es troben. Una reflexió des de la desobediència en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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