Y con las últimas elecciones municipales del pasado 24 de mayo en España, se acabó la casta.
En 2007, Gian Antonio Stella e Sergio Rizzo publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili (La casta. Así los políticos italianos se han convertido en intocables), un libro en el que denunciaban la impunidad con que los representantes públicos en Italia conseguían hacer y deshacer a su antojo.
Cuatro años más tarde, en 2011, Daniel Montero publicaba en España La Casta. El increíble chollo de ser político en España y al año siguiente se le añadían los periodistas Sandra Mir y Gabriel Cruz con La casta autonómica. Mientras el primero calculaba — y criticaba — el a su juicio hinchadísimo coste de la política y las administraciones españolas (y la picaresca y caradura asociada), los segundos aprovechaban los cambios de gobiernos locales y autonómicos del año anterior para destapar — o poner de relieve — los desmanes presupuestarios perpetrados a lo ancho y largo de nuestro país por cargos electos y afines (también con flecos de corrupción por todas partes).
De ahí, o desde otro lugar (quién sabe: la paternidad de las ideas es altamente promiscua), se popularizó el calificativo de «la casta» para atacar, sin grandes ánimos de separar y diferenciar, a todo lo que se moviese y oliese a amiguismo, clientelismo, nepotismo, corrupción, prevaricación, robo, fraude, arrimarse al poder, holgar en el poder, holgazanear en el poder y ser un malnacido en general.
Hay que reconocer que el término es más que ilustrativo. Y su uso — tanto en intensidad como en extensión por parte de algunos partidos políticos — ha contribuido, en positivo, a situar en el debate público desde prácticas legales pero poco éticas hasta lo más criminal, desvergonzado y mezquino que se ha realizado desde lo público.
Ahora bien, la casta — o la mafia u otros gentilicios para los habitantes de las instituciones públicas o para-públicas (cajas, empresas públicas, etc.) — no deja de ser una generalización. Y, como tal, es injusta. Y, más que injusta, acaba siendo ineficiente: nubla la vista y no nos permite hacer diagnósticos ajustados, ajustados a la realidad, a las necesidades, a los recursos. Cuando todo es casta, nada puede (ni debe) salvarse del fuego purificador. Y de ahí a pegarle fuego a todo, va un paso. Y de ahí a acabar uno mismo inmolado por el propio fuego media otro último paso.
Puede ser que veamos un uso decreciente de «la casta». Y creo que lo veremos, en particular, por dos razones:
- Porque ya ha hecho su uso. Se puso en marcha para (1) denunciar determinadas prácticas y (2) para diferenciar a determinadas personas, grupos, movimientos o partidos de dichas prácticas. Bien, ambas cosas ya han sucedido, han tenido su desarrollo y sus resultados. Por una parte, la agenda pública lo tiene incorporado y el poder judicial y los medios parece que ponen cartas en el asunto. Por otra parte, dichas personas y partidos han concurrido ya a unas (o varias) elecciones, que ya han terminado y se puede dar por finalizada la campaña.
- Porque la generalización implícita (o explícita) en el concepto de casta empieza a entrar en contradicciones. Contradicciones por construcción, porque muchos de quienes utilizaban el calificativo pueden ahora confundirse, al poblar las instituciones, con esa misma casta. Si son todos, son todos. Y contradicciones por obra, dado que hay decisiones que, a lo mejor, no eran casta. O actuaciones que no eran tan propias de la casta. Y decisiones y actuaciones que va a haber que tomar, porque son necesarias, legales, justas y legítimas. Porque, a lo mejor, no todo era casta.
Es por ello por lo que pienso que al concepto de «la casta» le queda poco recorrido. Uno no puede andarse generalizando sin acabar siendo un cínico o un ignorante, sin empezar a crear excepciones, sin tender a autojustificarse allí donde antes no encontraba justificación alguna.
Cuánto se alargue la pervivencia del término casta nos indicará qué camino se ha acabado tomando.