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Si el voto legitima, el programa electoral es un contrato

Cuando los representantes electos se ven contra las cuerdas por las protestas ciudadanas, uno de los refugios habituales suele ser que están legitimados por las urnas, que la ciudadanía los ha elegido para actuar en su nombre. Esto es completamente cierto. Sin embargo, ese voto no es un cheque en blanco que gastarse como a uno le venga en gana. Un voto es un contrato con el ciudadano que, como todo contrato, tiene como mínimo dos partes: por una parte, los poderes o el préstamo de soberanía que el ciudadano cede al representante electo; por otra parte, las obligaciones que con dicho préstamo adquiere el representante electo.

En su Breve defensa de la democracia representativa, Pablo Simón defiende las instituciones democráticas desde el punto de vita de que la política es algo contingente. [Dado que] en los programas electorales no se recogen todas las opciones que se pueden dar en el mundo real (pensar que es como un contrato es algo poco realista), [los representantes electos] deben tener autonomía para poder adaptarse a las circunstancias. En mi opinión esto es cierto pero es solamente la parte de los árboles: el bosque queda fuera de la fotografía.

Dicho de otro modo: en mi opinión, la autonomía de los cargos electos y, por construcción, de las instituciones democráticas debe ceñirse a los instrumentos. Es ahí donde la legitimidad de las urnas debe darles total libertad — o, al menos, un amplio margen — para gestionar y maniobrar con agilidad y flexibilidad. Por otra parte, en lo que se refiere a los fines es donde representantes e instituciones deben estar totalmente atados: atados por el contrato que firmaron en las urnas.

Si, por ejemplo, el objetivo, el fin, es incrementar la igualdad de oportunidades profesionales entre hombres y mujeres, no puede ser que, al final o a media legislatura ese objetivo se abandone. Pueden cambiarse las políticas que lo persigan — establecimiento de cuotas, exenciones fiscales a los empresarios que contraten mujeres, subvencionar a los hombres para que se queden en casa, etc. — pero el objetivo no puede abandonarse. Si no hay dinero, busquemos formas menos costosas de acercarnos a su logro, o de acercarnos al objetivo fijado. Pero el objetivo está firmado por contrato. Hay una obligación contractual de cumplir con los objetivos fijados en el programa electoral que unos ciudadanos votaron. Y las partes deben rendir cuentas del cumplimiento de dicha obligación contractual debe inexcusablemente

Hay, por supuesto, una apreciación a hacer a lo afirmado anteriormente: los instrumentos no suelen ser neutrales y, en consecuencia, pueden afectar el logro de los objetivos así como el desempeño en otros objetivos fijados en el mismo programa electoral (p.ej. el dinero que va a sanidad no va a educación y viceversa). Por otra parte, el entorno suele ser cambiante, y a veces en una magnitud que obliga a replantear parte o la totalidad de una planificación política.

No obstante, la obligación de cumplir con el programa pactado en las urnas no está reñido con la obligación de adaptarse a los cambios: salvo en casos muy excepcionales, la escala de prioridades pactada debe ser el marco, inmutable, dentro del cual se adapten herramientas, políticas y fines intermedios.

Por supuesto — y tercera obligación contractual — todo cambio, incluso en los instrumentos, está sujeto a la obligación de explicarse, de justificarse, de fundamentarse en el análisis de la realidad y la disponibilidad de medios para poder llevar a cabo una determinada política que persiga un fin específico. Si para cumplir los objetivos fijados dentro de la escala de prioridades pactada hay que cambiar un instrumento, hay que explicar el qué y el porqué. Si no se van a poder cumplir los objetivos fijados y hay que fijar objetivos menos ambiciosos siempre dentro de la escala de prioridades pactada, hay que explicar el qué y el porqué.

Y esto no tiene nada que ver con la autonomía de quien gobierna, ni con su legitimidad ganada en las urnas, sino todo lo contrario: es para poder mantener esa autonomía y esa legitimidad, otorgada en un contrato en las urnas, que la otra parte, el votante, requiere estar informado y, en casos extremos, poder intervenir directamente para revalidar dicha legitimidad.

En caso contrario, nos encontraremos con un flagrante caso de desposesión, donde el ciudadano es desposeído de su soberanía a cambio de nada.

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