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Robar para uno mismo, robar para el partido

No son pocas las voces que han querido remarcar las diferencias entre los casos de corrupción política con total ánimo de lucro personal de la financiación ilegal de los partidos. Ese ánimo de diferenciar, por supuesto, va guiado por un objetivo — a veces tácito, otras veces manifiestamente explícito — de rebajar la condena social hacia aquel que se ha vito implicado en la financiación irregular de su partido: al fin y al cabo, no le guiaba un avaro afán de enriquecerse, sino que actuaba en pos de unos ideales legítimos, como legítimos son los ideales del partido.

Como suele suceder, la apelación a la emoción suele desviarnos de apelar a la razón.

Para empezar, muchos de los casos de financiación ilegal han tenido como fuente las arcas públicas. Desde el punto de vista del origen del dinero robado, robar para uno mismo no es diferente de robar para el partido si, a quien se roba, es al contribuyente. Vaya el dinero donde vaya (a un bolsillo particular, a un partido — más sobre esto después), la cuestión es que sale de la educación pública, de la sanidad pública, de la justicia, de la cultura. Ya que apelamos a las emociones, apelémoslas en todo su rango: cada euro que se roba para el partido o para uno mismo se detrae de los servicios públicos y, en consecuencia, son más estudiantes por profesor, listas de espera más larga, casos judiciales que se alargan o menos museos y menos libros.

En el caso de que los fondos no provengan del sector público, la cosa se vuelve todavía más oscura. Dado que provienen del sector privado, es de esperar que éste quiera algo a cambio. Así, robar para uno mismo se diferencia de este último en que éste añade tráfico de influencias al «simple» robo. Ya no tenemos, pues, un delito, sino dos: una financiación ilegal en el origen — porque este tipo de prácticas no están permitidas en ningún caso — y otra ilegalidad en destino, cuando se devuelvan los favores que se compraron con dinero sucio.

Por último, hay que ver qué hace el partido con ese dinero. Más allá de la cuestión anterior relativa al tráfico de influencias, el partido va a utilizar los fondos para mantenerse en el poder. Sí, probablemente con un objetivo legítimo, pero al fin y al cabo va a utilizar ese dinero para pagar campañas y asesores para llegar o mantenerse en el poder. Una vez en el poder, hará lo que es habitual en este país: nombrar cargos. ¿Y a quién nombrará? De nuevo, robar para uno mismo o robar para el partido no tiene gran diferencia si uno acaba contratado por el partido pagado con el dinero que robo para éste.

De todas formas, todas estas apreciaciones no son sino algo secundario, un mero fijarse en los síntomas, en lo coyuntural, lo contingente. Lo realmente importante es que quien se ha financiado ilegalmente, para él o para su partido, ha consumido con ello el principal capital que todo político debe proteger y cultivar: la confianza. Por eso debe dimitir y por eso debe ser inhabilitado, a no ser que no se demuestre su culpabilidad (que, dicho sea de paso, es distinto a que no haya una sentencia en su contra).

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