SociedadRed

Nacionalismos de ser, independencias de estar

Hay dos argumentos en las luchas nacionalistas — en general, y en concreto en el nacionalismo catalán contra nacionalismo español, y viceversa — que, por irresolubles, son totalmente espurios.

El primero se refiere a la ordenación territorial presente (¿está Catalunya dentro de España ahora?) contra la existencia de una ordenación territorial pasada distinta (¿estuvo Catalunya en el pasado dentro de España?). Dado que se juega en dos planos del tiempo distintos, el dilema no tiene solución. Por otra parte, como el marco temporal se fija de forma totalmente arbitraria, es fácil encontrar tantos casos como opiniones queramos respaldar: una España unida, una Catalunya soberana, media Catalunya y media España árabes y las otras respectivas mitades visigodas, una península romana… y así hasta el Paleolítico, donde constatamos que en unas sociedades eminentemente nómadas, la ordenación del territorio y sus fronteras eran algo poco menos que irrelevante.

El segundo punto de desencuentro irresoluble se refiere a la existencia de una nación catalana (o española). Más allá de lo que dice la etimología de «nación» (los nacidos en un lugar), se suman a esta definición territorial otros rasgos como la cultura y la lengua. Hay, al menos, dos motivos por los cuales el debate sobre si hay una nación catalana o una nación española es irreconciliable. El primero porque las inexistentes fronteras entre Catalunya y el resto de la península son de una gran porosidad, cruzándose hasta la saciedad especialmente a partir de (por poner una fecha aleatoria) el desarrollismo español de la segunda mitad del s.XX. La definición de nación como los nacidos en un territorio, y que comparten cultura y lengua sirve igual para definir, por construcción y dentro del territorio catalán (o español del nordeste peninsular), tanto a la nación catalana como a una parte de la nación española, sin que podamos separar a los unos de los otros (si es que los hay, que es el meollo del debate). El segundo motivo porque, ante un mundo con cada vez mayor movilidad, el concepto de nación es cada vez más endógeno, más personal, más subjetivo: ahí están las naciones judía o romaní como ejemplos paradigmáticos. Y lo que es endógeno y personal no puede ser definido en términos objetivos y, en consecuencia, acordar una definición consensuada y del agrado de todos.

Hasta aquí, dos aproximaciones irresolubles a estos nacionalismos que se definen por «ser»: ser un territorio, ser una nación.

Hay una segunda aproximación, mucho más pragmática a la vez que prosaica, que se basa en un «estar» y al que Jean-Jacques Rousseau denominó Contrato Social. El contrato social no es más que un matrimonio entre muchos, en el que estos muchos deciden renunciar a algunas libertades a cambio de un bien mayor fruto del vivir en comunidad, compartir determinados recursos y someterse a la coordinación o gobierno de una institución superior: el Estado.

Como cualquier contrato, el matrimonio puede romperse si uno de los cónyuges así lo desea. A veces tiene solución, a veces no la tiene.

El contrato social lo suscriben (hipotéticamente) todos y cada uno de los ciudadanos en el día a día. Cuando un ciudadano decide romper el contrato, lo hace marchándose del ámbito de influencia de dicho Estado. Como, por norma general, no puede vivir completamente aislado del resto de ex-compatriotas que siguen subscribiendo el contrato ni puede llevarse la casa y las tierras consigo, lo que en la práctica tiene que hacer es abandonar el país.

Pero cuando son muchos los que quieren romper ese contrato y, además, viven adyacentes los unos de los otros, lo que sí pueden hacer son dos cosas al mismo tiempo: romper el contrato social que tenían inicialmente con otros ciudadanos y firmar uno nuevo solamente entre ellos.

Un estado de derecho se basa en los pactos (leyes, contratos) firmados entre los ciudadanos. Más allá de otras definiciones de España y Catalunya (totalmente legítimas, por supuesto), España y Catalunya son un contrato, un contrato social. Ante la posibilidad de ruptura del contrato, lo que prima en un estado de derecho no es si las personas son esto o son aquello, ni la historia ni los sentimientos personales, sino si las partes desean o no cumplir un contrato, si las personas quieren estar o no. El soberanismo y la independencia son una cuestión, sobre todo, de querer estar. Y si el contrato no es satisfactorio, o bien se cambian las cláusulas o se da por finiquitado.

Y, probablemente, la mejor forma de saberlo, de saber si el contrato es válido, es preguntando educadamente. Sin disquisiciones gordianas ni aspavientos. Y lo que salga, sea.

Comparte:

Salir de la versión móvil