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El despropósito de los desfiles militares

Poster del "Ministry of Silly Walks" de Monty Python

Poster del «Ministry of Silly Walks» de Monty Python

Mañana, 12 de Octubre, es la fiesta nacional de España.

Y, entre otras cosas, se festejará con un desfile militar.

En tiempos de crisis — y en tiempos de bonanza económica también — creo que es más que legítimo preguntarse cuánto costará movilizar más de 3.000 militares, 147 vehículos y hasta 55 medios aéreos. La participación de los efectivos humanos sea probablemente barata, dado que su sueldo y manutención están ya pagados por el contribuyente y, en su mayoría, deben estar ociosos en sus casernas, por lo que el coste de oportunidad es cercano a cero. No es así con el resto de efectivos, propulsados por caros combustibles fósiles, así como el desplazamiento de los primeros. Sin embargo, no es mi intención hacer crítica a partir de una «miserable» partida de gastos.

La pregunta, más pertinente para mí, es qué representa un desfile militar y qué valores pretende transmitir. Se me ocurren dos respuestas: el ensalzamiento de la violencia y el homenaje al mal necesario.

El ensalzamiento de la violencia

Todavía para muchos el ejército es motivo de orgullo per se, demostración de fuerza y poderío. Seguimos en muchos aspectos anclados en una tradición feudal, heredada de los pueblos «bárbaros», donde imperaba la ley del más fuerte. Gobernaba no un senado de ciudadanos o un consejo de sabios, sino el jefe de los ejércitos. Señor de la guerra, rey o emperador, el autócrata dicta la ley y el ejército la hace cumplir por la fuerza.

Homenajear semejante instrumento de represión, ensalzar el uso de la violencia ante el diálogo se me antoja una regresión al más básico de los instintos humanos (parecido a la cuestión de los toros, aunque mucho peor, por tratarse de personas). Y poco más hay que añadir a este respecto.

El homenaje al mal necesario

Por suerte, no todo el mundo sueña con un puño fálico, si se me permite la expresión.

Otra respuesta que todo patriota suele dar ante alguien que se pregunta por la idoneidad de un desfile militar es que se honra a quienes defienden la patria de uno. Honrar, enaltecer, alabar.

Discusiones de matiz al margen, los ejércitos son al orden internacional lo que la policía es al orden doméstico. Cuando fracasan todos los intentos civilizados de mantener la paz y la convivencia, no hay más remedio que utilizar la fuerza. Es importante, sin embargo, hacer hincapié que el uso de la fuerza es un fracaso de la razón y, por tanto, una alternativa poco deseable, un mal «menor» (menor que el caos total, se entiende). En definitiva, un mal con el que hay que vivir, un mal necesario.

Incluso en el caso de que el soldado sea excelente en su trabajo, y pueda sentirse orgulloso a título personal con ello, el conjunto de su profesión sigue siendo un mal, necesario, pero mal. Como lo es la necesidad de policías, bomberos y médicos. Siempre es mejor la educación cívica, la prevención de incendios o una vida saludable que encarcelar, extinguir o curar. Sin embargo, mientras los médicos salvan vidas, y los bomberos vidas y patrimonios, los ejércitos suelen acabar con ambos. Por eso, aunque puedan ser necesarios, son malos. Incluso cuando objetivamente no hay otro remedio, el resultado de la fuerza bruta y la violencia es la destrucción, del adversario, pero destrucción al fin y al cabo. Necesario, pero mal. Los ejércitos no son, jamás, la mejor solución.

Así, lo de hacer estandarte de un mal necesario resulta, como poco, sorprendente. Hacer estandarte de los ejércitos es como enorgullecerse de la amputación frente a la vacunación, o hacer recalificaciones inmobiliarias para reaprovechar el bosque quemado.

Si el día de la fiesta nacional es motivo para salir a la calle y gritar a los cuatro vientos lo orgulloso que está uno de los logros de su patria, lo suyo sería sacar a la calle a los premios Nobel, a los médicos que hicieron un trasplante inaudito, a los maestros que educaron cohortes enteras de vástagos asilvestrados, a los ingenieros que eliminaron algunas emisiones a la atmósfera saneando el parque energético, a las mujeres que conciliaron su trabajo con la vida familiar o a las que sobrevivieron al salvaje de su cónyuge cavernario, a los abuelos que sacrificaron sus tardes para cuidar a los nietos, a los voluntarios que salieron a la calle y a las redes para pedir más y mejor democracia. La lista es (casi) interminable: lo bueno abunda, por suerte.

Pero salir a la calle para celebrar el parche, el mal necesario, el reconocer que a menudo no conseguimos arreglar las cosas civilizadamente. Y celebrar eso tiene mucha miga.

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