La identidad de las personas se construye al sumar infinidad de variables individuales: género, color de la piel, inclinaciones sexuales, lugar de nacimiento, lengua nativa, nivel de estudios, preferencias musicales, gustos en el vestir, etc. La suma de todas ellas es la que hace una persona distinta, única.
Algunos colectivos defienden que algunas de esas variables pueden prevalecer sobre las demás. Así, elevados algunos rasgos identitarios a un nivel superior, es posible definir una identidad colectiva. Esto es lo que han hecho, entre muchísimos otros, los tres principales monoteísmos, los nacionalismos, los movimientos LGTB, los partidos de izquierda marxista, etc. Así, para estos, el hecho de ser católico o vasco o gay o proletario es (o debería ser) un factor con mayor poder aglutinador que si uno tiene hijos o no, si uno prefiere leer a Manuel Forcano que a Stephen King, o si uno es más de cervezas que de combinados.
Históricamente, muchos de los conflictos sociales acaecidos han tenido su origen en, precisamente (1) individuos resistiéndose a ver uno de sus tantos rasgos identitarios prevalecer sobre los demás, y (2) identidades colectivas rivales enfrentándose por imponerse sobre la otra (en el fondo, una derivada del primer caso). Incluso muchas cuestiones no identitarias (económicas, geopolíticas) se enmascaran de esta forma por ser mejores vehículos para encender pasiones e invitar a las personas a actuar.
El problema con las luchas identitarias es que sus víctimas no son únicamente aquellos que abanderan un rasgo por encima de los demás, sino todos aquellos que lo comparten.
Cuando la heterosexualidad totalitaria ataca la Marcha del Orgullo Gay, no solamente agrede a quien hace de la homosexualidad bandera, sino a todo aquel que es homosexual. Cuando se ridiculiza al feminismo, suele atacarse a las mujeres en conjunto. Las críticas a los movimientos anti-apartheid sudafricanos eran críticas racistas hacia todos los negros, de todo el mundo. La crítica desaforada a los excesos de la Iglesia Católica a menudo trasciende hasta el practicante más humilde. Y como estos, mil ejemplos más.
Cuando se coarta el uso de lengua, la violencia no se ejerce únicamente contra los nacionalistas que la enarbolan como símbolo identitario, sino sobre todos aquellos que la hablan. Del mismo modo que cuando se agreden decisiones tomadas en un Parlamento, a quien se ataca no es ni a los partidos mayoritarios en él, o a quienes promovieron una determinada política, sino a todos los ciudadanos que el pleno del hemiciclo representa, estuviesen o no de acuerdo con una cuestión determinada.
Cuando los totalitarismos de las identidades colectivas se ponen en marcha, se llevan todo y a todos por delante. Los totalitarismos son un tren que, a la larga, no permite quedarse en el andén: o lo arrollan a uno, o se sube uno al tren. Mal asunto cuando la equidistancia y el eclecticismo han dejado de formar parte de la ecuación.