La divulgación es desordenada y pone a prueba los límites de la moral y la legalidad. Es a menudo irresponsable y por lo general embarazosa. Pero es todo lo que queda cuando la regulación no hace nada, los políticos son intimidados, los abogados callan y la intervención está contaminada. La divulgación debería ser una condición de mínimos en la rendición de cuentas.
Esto lo escribe Simon Jenkins (traducción libre) citado en un excelente artículo de John Naughton en The Guardian.
He tardado meses en tener una opinión bien definida y fundamentada sobre Wikileaks. Por una parte, tenía claro que la reputación de Julian Assange no tiene nada que ver con la reputación de Wikileaks, que no se debería juzgar la actividad de la institución por las (supuestas) acciones de uno de sus miembros; por otra parte, sigo pensando que no todo lo que puede ser debe ser en Internet (o fuera de Internet), que no todo está permitido porque sea posible de facto.
Sin embargo, es posible que haya llegado el momento de romper la baraja, y eso es lo que está haciendo Wikileaks.
Lo malo de romper la baraja es que uno se queda sin poder jugar. Pero posiblemente es peor seguir jugando con una baraja con cartas marcadas, y esa es la democracia que tenemos ahora: una democracia con las cartas marcadas.
A mi entender, la baraja se rompió, y por partida doble, antes de Wikileaks.
Los políticos han roto el trato que tenían con la ciudadanía, no poniendo en el poder a los mejores, sino a los que se quieren perpetuar en él, a los conniventes con estos, a los que simplemente mercantilizan la política como un bien de consumo más, como un negocio más, otra forma cualquiera de ganarse la vida. Esperábamos más de ellos.
Los periodistas han roto con sus audiencias y se han alineado con los anteriores, fundiendo el cuarto poder con el ejecutivo, el legislativo o el judicial, según sopla el viento. Su trabajo nunca fue proteger al poderoso de lo embarazoso, sino todo lo contrario. No es el periodismo lo que está en crisis, sino muchos periodistas y medios que le han dado la espalda a su propio código deontológico. También esperábamos más de ellos.
Wikileaks es probablemente criticable en muchos aspectos, pero es lo que nos queda. Es lo que nos queda para forzar la construcción de nuevos contratos.
Necesitamos que los medios reconstruyan su contrato con la ciudadanía, que vuelvan a ser un contrapoder, analítico, crítico, que denuncie cuando haya que denunciar y que explique y edifique cuando haya que apoyar.
Necesitamos, sobre todo, que se rompa la invisible e inexorable cadena que va desde que un ciudadano dedica su tiempo libre a defender una causa de la comunidad hasta que acaba escondiendo sus decisiones, motivos e información a esa misma comunidad.
El desequilibrio de poderes es exagerado y no hay nada que un simple ciudadano pueda hacer. Es necesario que los periodistas (de verdad) y que los políticos (de verdad) se rebelen contra sus propios aparatos. Los periodistas deben dejar de ocultar y buscar bajo las alfombras. Los políticos deben dejar de proteger a sus compañeros, dejar de hacer la vista gorda, dejar de pensar que son males menores, dejar de justificar los medios por los fines.
No creo que Wikileaks sea una buena solución: hay determinados motivos contra la transparencia que nos alertan de los peligros de una excesiva apertura en los gobiernos. Y, sin embargo, la solución no es silenciar, perpetuar el sistema en sus errores, sino todo lo contrario: sanearlo y redefinirlo y devolverlo a su estado inicial.
Wikileaks no es una llamada al «todo debe saberse», una llamada a la rebelión de la ciudadanía. La ciudadanía no tiene poder, las urnas son (en este contexto) una farsa y los tres poderes se ayudan mutuamente.
Wikileaks es una llamada a políticos y periodistas a reconstruir el sistema, desde dentro. Son los únicos que pueden hacerlo.