No me digas qué tengo que hacer: son mis derechos

Decirle al propietario de unos derechos de propiedad intelectual qué tiene que hacer con ellos es como decirle a una hija adolescente que deje a su novio porque no le conviene: es tan legítimo — e incluso bienintencionado — como contraproducente.

El problema es que mezclamos dos planos de la realidad distintos: un plano aplicado, práctico, de lo que es, relacionado con la gestión, con otro plano teórico, conceptual, de lo que debería ser, relacionado con los principios.

Uno de los argumentos habituales a favor de las descargas y el compartir archivos con copyright es que, en el fondo de los fondos, sale a cuenta. Lo leo, por ejemplo, en el último artículo de David Ballota en Nacionred, Informe Fedea: Legislar contra las descargas frena el desarrollo económico donde cita que un estudio afirma que no está demostrado que la industria del ocio vaya a perder a causa de las descargas y el intercambio de archivos.

En terminos generales, y en el plano de lo práctico, mi consejo suele ser parecido: Internet es un tren tan ancho que no se puede dejar pasar, porque o te subes o te arrolla; el poder transformador de las tecnologías de la información y la comunicación va más allá de un mero cambio de ciclo (económico, social, etc.).

Sin embargo, a menudo la cuestión no es esta.

Nos quejamos (y con razón) los consumidores que con la coartada de la lucha contra la (a veces más que supuesta) piratería, nuestros derechos se vulneran, desde nuestros derechos más fundamentales a otros derechos que a menudo pasan desapercibidos (como tomar notas en mi libro electrónico, leerlo en el dispositivo o dispositivos que quiera o hacerme una copia de seguridad, que la informática es muy traicionera).

Sin embargo, pasamos por alto la simetría en la salvaguarda de nuestros derechos. Que las distribuidoras de música se entesten o no en recrearse en un modelo de negocio caduco (o no) es, al fin y al cabo, su problema. Cada uno tiene el derecho a tirar el dinero como quiera.

Y, sobre todo, un autor debe ser libre de decidir si quiere vender discos o quiere utilizar estos para promocionar sus conciertos. Y decidir si quiere tocar en directo o prefiere quedarse en casa. Si con ello paga la hipoteca o se muere de hambre, es su derecho. Si un autor prefiere el papel y que su obra no se digitalice, está en su derecho.

A nivel práctico, a un nivel económico, estas pueden ser estrategias más o menos acertadas. A un nivel superior, al nivel de los derechos, no hay lugar para relativismo alguno. Pidamos, pues, respeto para los derechos, para todos los derechos, y solamente así el debate (y la solución) será posible.

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