Huelga general: no es la reforma laboral

Hay convocada para mañana, 29 de marzo de 2012, una huelga general para protestar contra la reciente aprobación de una reforma laboral, cuyo objetivo es, y cito más o menos textualmente, corregir las debilidades del modelo laboral español que la crisis que atraviesa España desde 2008 ha puesto de manifiesto.

A diferencia de lo que decidí hace justo un año y medio, cuando se convocó otra huelga general contra la anterior refoma laboral — ver Huelga de la huelga — esta vez sí ejerceré mi derecho a la huelga.

No obstante, no será la reforma laboral el principal motivo por el que secunde la huelga: considero que la reforma laboral es un síntoma cuyas causas son las que requieren ser denunciadas y ser opuestas. A continuación, pues, expondré mis motivos.

(un paréntesis sobre la reforma laboral)

La reforma laboral es, a mi entender, una mala reforma. Comparto que el mercado laboral español necesita una reforma y comparto que gran parte de dicha reforma pasa por la flexibilidad. Incluso comparto que dicha flexibilidad pueda pasar por limitar ciertos derechos que, por otra parte, solamente disfruta una parte de la población cuya situación laboral es una determinada. No obstante, uno espera que una cierta cesión de ventajas sociales sirva para, por otra parte, ganar otras ventajas sociales que, a la larga, compensen la pérdida de las primeras. No parece ser así con esta reforma: la pérdida de ventajas no parece que vaya a compensarse, por dos motivos básicos: la prácticamente ausente política de protección al trabajador así como las prácticamente ausentes (e ineficaces) políticas de creación de empleo. Con dos pilares ausentes, debilitar el tercero a cambio de nada se antoja, en el mejor de los casos, como una política parcial cuyos resultados serán negativos a corto plazo y, a lo sumo, inciertos a largo.

No queda otra opción

Durante el último año y medio — o durante los últimos cuatro años si situamos el origen en la crisis, o durante el tiempo que cada uno considere que hace que dura la desfachatez — los gobiernos de todos los niveles — desde el municipal hasta el comunitario y «la comunidad internacional», pasando por el autonómico y el estatal — han afirmado que las medidas que se proponen — e inmediatamente se toman — «son las únicas que se pueden tomar», «no queda más remedio que tomarlas» y, a lo sumo, «la ciudadanía debe actuar con responsabilidad» aunque «a lo mejor no se han sabido explicar bien las políticas».

Apelar a la responsabilidad de quien administra solamente su hogar, en lugar de apelar a la responsabilidad de quien administra los bienes públicos es casi surrealista. Confundir el no compartir una opinión con no comprenderla es entre condescendiente y cínico.

En el fondo, no son más que latiguillos para la razón de fondo que no cabe admitir: la falta de voluntad de defender las políticas propuestas por un gobierno o partido, de argumentarlas, de fundamentarlas con evidencias. Tenemos unos políticos (no todos, pero sí los que tienen más voz o más alta) que, presos del pánico a la impopularidad, secuestrados por los sondeos de opinión, son incapaces de defender aquello que proponen, derivando en el «no hay otra» por todo fundamento. El yermo de ideas, o los arrestos para defenderlas, es devastador.

Si hay algo cierto en política o en economía es que no existe la solución, sino una solución en función del contexto, de los beneficios y beneficiarios que se persigan, de los costes que uno quiera o pueda soportar y, sobre todo, del enfoque dado o y del punto de partida.

Crisis de las ideas

Si bien no existe la solución sino unas soluciones determinadas, es también cierto que sí conocemos, muy a menudo, lo que no es una solución. Dicho de otro modo: si el rango de soluciones puede ser diverso e incierto, sí solemos saber qué no es una solución y qué no funciona y lo tenemos bien acotado.

Además de carecer del valor o del conocimiento para fundamentar sus propuestas, otro hábito de quienes ostentan cargos públicos es no leer. No leer la producción científica, no leer los informes técnicos, no escuchar a los especialistas, no escuchar a los afectados por una política, no cotejar con quienes lo intentaron en el pasado o en otro lugar. Solamente la ignorancia y la desidia — a veces acompañada por una pésima preparación — valen para explicar algunas decisiones tomadas no ya contra el sentido común, sino contra la más objetiva de las evidencias.

O eso u otros intereses particulares. No entraremos en ese terreno por obvio, fácil y, en cierta medida, más perteneciente a lo penal que a la política en sentido estricto.

Ausencia de diálogo

Quién no lee es difícil que escuche.

Pero el problema no es la ausencia de debate.

El problema es la negación del diálogo como herramienta de generación de conocimiento y, peor todavía, el dificultar el diálogo por ser algo superfluo, frívolo, que hace perder el tiempo.

El diálogo, el debate, el intercambio, el ágora son percibidos desde quien gobierna como algo incómodo. Se niega la posibilidad de la disensión, de la disensión honesta, y cualquier oposición a una idea se ve como instrumentada, partidista o electoralista. Siempre la vista puesta en los agentes y jamás en las ideas.

La transparencia, el gobierno abierto, la toma de decisiones compartida, los datos accesibles, la rendición de cuentas, la opinión pública, las iniciativas populares, las consultas son lugares comunes que viven en manifiestos que jamás se convierten en norma operativa.

Desmontar la gobernanza del sistema

Sin ideas, sin conocimientos y sin diálogo solamente queda dar la puntilla a la libertad efectiva de elección.

Vaciar de posibilidades la educación y la sanidad, a la vez que se vacían de legitimidad la justicia, los gobiernos y los parlamentos es la negación última de la construcción de un proyecto compartido y, con ello, instaurar la ley del más fuerte.

La aparentemente creciente libertad de actuar dentro de un sistema gracias a mayores cuotas de consumo (basado en el endeudamiento) y acceso a actividades de evasión mental es un espejismo que oculta la cada vez más difícil libertad de cambiar ese sistema, de recuperarse de una caída, o de salir del hoyo en el que uno tuvo la (mala) suerte de caer al nacer.

La regresión a las primeras décadas de la revolución industrial, basadas en salarios de subsistencia en aras del progreso es, no una realidad, sino una tendencia que se acelera al ritmo de la nueva revolución digital, con más y nuevos excluidos.

La reforma laboral es un síntoma de un cúmulo de estas muchas otras enfermedades.

Es contra esta claudicación de la razón a la fuerza de la superchería y el márqueting político, contra esta falta de ideas, contra la ausencia de diálogo, contra la renuncia a mayores cuotas de justicia social e igualdad, contra este sálvese quien pueda, es contra este diálogo de sordos que yo, personalmente, haré huelga el próximo 29 de marzo de 2012.

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