Democracia líquida: contra la falsa disyuntiva de la democracia directa o la democracia representativa

Imaginemos un mundo sin coches. Un mundo donde todo el mundo va a pie. De repente, se inventa el motor de explosión y, con él, se inventa el coche. ¿Qué hacemos? ¿Vamos todos a todas partes en coche? ¿Sí? ¿No? Bueno, ni sí ni no: seguramente seguiremos yendo a buscar el pan a la panadería de la esquina a pie. Lo que hará la existencia del nuevo medio de locomoción será abrirnos nuevos espacios, poner a nuestro alcance nuevas experiencias, acortar las distancias haciendo que lo que antes suponía horas o días de marcha a pie ahora sólo esté a unos litros de gasolina de distancia.

Imaginemos un mundo sin Internet. Un mundo donde el ejercicio de la democracia es costoso: informarse, deliberar, negociar, votar, evaluar las decisiones. De hecho, no es costoso: es muy costoso. ¿Qué hacemos? Delegamos gran parte de nuestro ejercicio de la democracia en terceros: gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos, ONG, medios de comunicación… ellos se informan, deliberan, negocian, votan y evalúan los resultados por nosotros. De vez en cuando nos lo cuentan y de vez en cuando nos piden que les votemos. Hasta aquí, cuestión de eficiencia y eficacia. Y realismo: menos unos pocos, el resto pagamos la casa y el plato de cada día no haciendo política sino ganándonos el pan con otras ocupaciones — ocupaciones que, como hemos dicho, no nos permiten el ejercicio de la democracia directa.

De repente, se inventa Internet. ¿Qué hacemos? ¿Vamos ahora todos a participar y eliminamos todos los intermediarios de la democracia representativa? ¿Sí? ¿No? ¡NO! Si no íbamos a buscar el pan en coche (excepciones aparte, está claro), ¿por qué deberíamos pasar de una democracia representativa a una directa sin ninguna transición? Al fin y al cabo, seguimos teniendo 24h al día. Por mucho Internet que tengamos, seguiremos teniendo que invertir un tiempo (que no tenemos) a informarnos, deliberar, negociar, votar y evaluar.

¿Sí? ¿No? Tampoco.

En general, los movimientos que defienden una desintermediación de la democracia no necesariamente piden el paso a una democracia directa, donde todos votamos todas y cada una de las decisiones que debemos tomar como sociedad, sino una democracia (representativa) más participada.

Hay dos mitos que se deben desterrar urgentemente del imaginario colectivo y que son tres grandes frenos a la evolución de una democracia, ahora sí, facilitada por las tecnologías de la información y la comunicación.

  • Que nadie sabe nada. Falso. Todos sabemos algo. Porque hemos estudiado una determinada disciplina, porque tenemos años de experiencia profesional en un determinado ámbito, o porque, simplemente, somos algo (somos padres, somos mujeres, somos inmigrantes…). Por lo tanto, en muchos casos, se puede participar sin empezar de cero (a informarse, a saber quién es quién) porque, sencillamente, domina una determinada cuestión, demanda o problemática.
  • Que todo el mundo deberá saber y participar de todo y, en consecuencia, moriremos en el intento. Falso. El hecho de que Internet ponga a nuestra disposición muchísima información no implica que necesariamente tengamos que asimilarla toda. De hecho, hace siglos que las bibliotecas tienen más información de la que nunca podremos procesar y nadie nos había pedido hasta ahora que lo hiciéramos: ¿por qué iba ser diferente con Internet?

Internet nos permite, técnicamente, ahora, participar en todo. Pero Internet no nos obliga a participar en todo. Entre la democracia representativa y la democracia directa hay un punto intermedio: algunos lo llamamos democracia líquida.

¿En qué consiste? Fácil: en los temas que uno domina — porque los ha estudiado, porque tiene experiencia, porque le afectan especialmente o porque tiene un interés particular en ellos — hacemos posible que el ciudadano participe directamente. Como domina los temas, los costes de participar serán bajos para el ciudadano y, por supuesto, además se le supone motivación. En los temas que un ciudadano desconozca o no tenga ningún tipo de interés o motivación, dejemos que este ciudadano delegue el voto en alguien. Ese alguien puede ser, como se ha hecho tradicionalmente, un partido político. Pero ese alguien también puede ser otro ciudadano al que, puntualmente y para esta cuestión, le sea delegada la facultad de representar a los ciudadanos que confíen en él.

En resumen: democracia directa o participación cuando queramos o cuando podamos, y democracia representativa cuando no queramos o no podamos, con la particularidad de que no necesariamente esta representación vendrá de la mano de listas que, a menudo (como se ha demostrado) ni tienen conocimiento sobre una cuestión ni, además, quieren tenerlo porque sus intereses personales o de grupo se anteponen a los de la ciudadanía.

Esta variante no está exenta de problemas, ¡por supuesto! Pero no caigamos en el engaño de pensar que sólo hay dos extremos en el ejercicio de la democracia.

Entrada originalmente publicada el 1 de abril de 2014, bajo el título Democràcia líquida: contra la falsa disjuntiva de la democràcia directa o la democràcia representativa en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

Comparte: