España no es Kenya

Acabo de terminar una estancia de una semana en Nairobi, Kenya, colaborando con la Kenyatta University en un proyecto sobre dirección de tesis doctorales online. Si bien una visita de trabajo intensivo no da para muchos análisis paralelos, las tres docenas de personas con las que he podido hablar y la docena de lugares visitados sí permiten una aproximación, gruesa, pero intuitiva, sobre el estado del país.

La deformación profesional, supongo, ha hecho que en todo viaje al extranjero se convierta en un hábito ver cómo encaran el futuro los sitios a los que voy y, de paso, hacer las inevitables comparaciones. Y cuando uno piensa en la infame “España no es Uganda” y otras declaraciones por el estilo, no se puede dejar de pensar en lo poco elaborado y altamente ignorante de semejantes perpetraciones intelectuales.

Dejemos de lado por un momento lo obvio: Kenya no se acerca a España en el ámbito económico ni en términos absolutos — llamémosle PIB — ni en términos relativos — llamémosle PIB per cápita. Pero hace ya unos años que estas variables tan categóricas han pasado no a un segundo plano, pero sí a compartirlo con otras tan o más importantes: las variables de tendencia. Dicho de otro modo, la foto finish debe completarse con la progresión en los entrenos.

Y sí, es cierto, cuando uno parte de muy abajo, mejorar es fácil. Pero el problema, en España, y la comparación con Kenya lo hace más manifiesto, no es que las tendencias sean más acusadas en un lugar que en otro, sino que, simplemente, tienen signo distinto. Y eso se puede comparar. Y España pierde sistemáticamente: perdía cuando realicé mi personal análisis en Guadalajara (México), perdía cuando estuve en Estocolmo (esto ya lo sabíamos: los países escandinavos son nuestro constante referente aunque no hagamos nada por imitarlos), perdía cuando hablaba con el senador chileno con el que compartí viaje de vuelta de Estocolmo, y pierde, y aquí de calle, al repetir el ejercicio en Nairobi.

No nos flagelemos con lo que ya sabemos. Centrémonos, por ejemplo, en lo que tengo más reciente. El viernes pasado, nuestro enlace con la universidad nos invitaba a la ceremonia de graduación de la Kenyatta University. ¿El lema? “Educando para la toma de decisiones informada para un crecimiento de dos dígitos”. Hay más declaraciones de intenciones en ese pequeño tuit que en los cuatro evangelios juntos.

La parte de educar era obvia, tratándose de una universidad — aunque en España la educación se torne, cada vez más, fomento del espíritu nacional.

No lo es tanto lo de educar para tomar decisiones. La vinculación — tácita y explícita — de la universidad con la Política (así, en mayúsculas) es total. En Kenya no se hace nada, nada, que no tenga un trasfondo comunitario, de compromiso. Soy incapaz, en una semana, de decir hasta qué punto es sincero y hasta qué punto impostado este discurso. Pero ha permeado tanto en absolutamente todo, que es difícil fingir hasta ese punto sin que no haya algo (o todo) de verdad. Por poco que haya, algo hay de gestión de lo colectivo, de programa común. Sí, España no es Kenya.

Luego está lo de la toma de decisiones informada. Si tuviese 1000 chelines kenyatas por cada vez que se ha hablado esos días del siglo XXI, de la sociedad del conocimiento, de la información, del capital humano, de invertir, de los valores… viviría de renta toda mi estirpe hasta el fin de los tiempos. Sí, es lógico que este sea el tema de la universidad, donde me he tirado seis días. O del (por otra parte protocolario) discurso del presidente del consejo social, o de la rectora o del ministro de cultura durante la ceremonia de graduación. ¿Sí? ¿Seguro? España, aquí tampoco, es Kenya. Mientras la rectora impulsaba un proyecto de digitalización de su universidad, nuestro presidente o no tenía ordenador en la mesa o bien tenía el ordenador apagado.

Está, por último, lo del crecimiento, y de dos dígitos además. La alineación de la Universidad con la política, como ya he dicho, es total. Y en materia de estrategia económica todavía lo es más. Por supuesto, esto es una hoja de dos filos: aquí la universidad forma en valores pero, sobre todo, forma trabajadores cualificados — o cualificadísimos, especialmente en comparación con quienes no acceden a la universidad, que son muchísimos. La parte de los peros la dejo para después. La parte de los pros es ese compartir miras. Es ese pasar de 2 a 27 universidades en (si no recuerdo mal) los últimos 30 años. Es multiplicar por tres el número de egresados en estudios de postgrado en la Kenyatta University en un par de años. Formar, formar, formar para que la política y la economía vayan bien. Y formar más, y a más gente. Esta semana se manifestaban (y habría que ver cómo) los profesores de primaria y secundaria. ¿Reivindicaciones alcanzadas? ¿Sueldos? Incremento del presupuesto en 15 millones de euros para bajas (maternidad, enfermedad). ¿Lo gordo? 140 millones de euros para ordenadores en las aulas. Eso lo pedían los profesores y era un importante motivo para manifestarse: aunque al principio se tomó el programa de ordenadores como rehén de las reivindicaciones, el compromiso con el mismo es genuino. Me gustaría pensar que la marea verde verde va por aquí en adhesión o en intensidad (en Mombasa hasta los basureros se unieron a la huelga de los profes). Pero no se aguantan las comparaciones cuando uno sube hacia donde se toman las decisiones. España tampoco es Kenya (ni Suecia ni Chile ni tampoco mucho México, ya que estamos).

Así están las cosas: una gente cargada de ilusiones, muy trabajadora, haciendo verdaderas maravillas con su maltrecha economía y sociedad (Kibera es el segundo mayor slum urbano del mundo: 200.000 personas hacinadas sin luz ni agua corriente), pero todavía con instituciones que mantienen un pie en el siglo XIX — que no en el XX, en el que entraron siendo todavía colonias.

Porque Kenya tiene un parte mala, claro, y es gravísima, y no estoy seguro de que vaya a cambiar a corto. Kenya está el número 145 en el índice de desigualdad de Naciones Unidas, con solamente 40 países con mayor desigualdad. Le preguntaba al vicerrector de postgrado — el que nos ha invitado a ir — si preferiría tener 1.000 nuevos doctores y másteres de calidad, aunque no “de excelencia”, o generar un premio Nobel entre sus estudiantes. No lo dudó ni un instante: el Nobel. Lo argumentó diciendo que el Nobel arrastraría tras de sí a muchos otros y sería capaz de diseñar grandes políticas que tendrían un gran impacto. Le pregunté quién iba a implementar esas políticas si no había esos mil titulados con un máster en economía o un doctorado en ingeniería. Sin respuesta. Pero todavía le brillaban los ojos al pensar en un Nobel de la Kenyatta University.

Aunque son conscientes que hay que actuar a todos los niveles de la sociedad, les obsesiona — literalmente — o bien alcanzar a los occidentales o, al menos, ser los primeros del país y, a poder ser, del continente. Ránquings.

Aquí España sí es Kenya: escuelas de excelencia, pero solamente para los que alcancen a entrar en ellas; estar entre los grandes sea como sea, aunque resulte a costa el pelotón de cola, cada vez más numeroso y rezagado.

También España es Kenya en un compartido (y en España creciente) sentimiento de egolatría, idolatría y nacionalismo de lo más rancio (y peligroso).

Egolatría porque los jerarcas son insoportables, como los nuestros. Una egolatría que se torna en algo ridículo y patético a más no poder. El líder, el amado líder, que ha venido a redimir a los demás. La hospitalidad, simpatía, amabilidad y sentido de la comunidad kenianos se ahogan en la hipoxia de la altura.

Esa egolatría, claro, se sostiene en una idolatría total del pueblo llano. Lo que a pie de calle es todo hacerlo juntos, el esfuerzo colectivo, lo comunitario, en cuanto aparece el jerarca se le alaba como si hubiese separado las aguas del Mar Rojo. Hasta límites insospechados dada la humildad y fraternidad del día a día. Uso idolatría con toda la intención. Si bien muchos merecen un sincero reconocimiento por los avances del país y las instituciones en los últimos años, esta veneración cuasi religiosa es de un hartazgo total, además de paralizante: se olvida la crítica y se deja el matiz de lado.

Lo del nacionalismo es, probablemente, lo peor: lo peor porque se subvierte el sentido de comunidad, de la identidad, de la cultura compartida, con el tamiz de la idolatría y se dicen y hacen y se creen verdaderas barbaridades. Valga como ejemplo el personaje al que concedieron el Honoris Causa en la ceremonia de graduación: el general que dirige las fuerzas armadas de Kenya. Por su labor pacificadora. Se refiere, claro, a tirar el dinero en Bosnia (fue uno de los ejércitos más activos) cuando la gente puede morir de una diarrea cualquiera en un país con un PIB per cápita por los suelos, o a estabilizar la región de África del Este, referido a entrar en Somalia a piñón “causando muy pocas bajas” (literal del discurso de concesión de la distinción y uno de los motivos principales). Vergonzoso. Que los ejércitos sean necesarios no significa que no sean un mal necesario, pero un mal al fin y al cabo. Darle el reconocimiento más elevado que puede proporcionar una universidad a un militar me parece una demencia total.

Ahí España sí es Kenya. Jerarcas ególatras; partisanos obcecados idolatrando partidos y confesiones; nacionalismos olvidando la construcción colectiva para cavar en la zanja de las diferencias, la exaltación y la ideología al por mayor.

Kenya es un lugar muy interesante para ir a vivir y trabajar unos meses — siempre que uno supere el espectacular caos del centro de Nairobi, claro — y, al paso que vamos, igual para quedarse el resto de la vida. Porque España no es Kenya: está España más avanzada económicamente, por supuesto, pero corren ambos países a contracamino para encontrarse pronto. Kenya evolucionando corriendo hacia su futuro, España arrastrándose hacia su pasado, el más reciente o el más remoto, qué más da.

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