Ciudadanos en el Congreso o la legitimidad de Ada Colau

Dentro del debate alrededor del Proyecto de Ley de medidas urgentes para reforzar la protección a los deudores hipotecarios, compareció ayer en el Congreso Ada Colau en representación de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), plataforma que a su vez presenta una iniciativa legislativa popular para la dación en pago y que ha obtenido el doble de firmas de las necesarias para su tramitación.

En un momento de su comparecencia, Colau se refirió al compareciente que la había precedido, Javier Rodríguez Pellitero, Vicesecretario General de la Asociación Española de Banca, en los siguientes términos: No le he tirado un zapato porque he entendido que debía seguir aquí. Este señor es un criminal, calificaciones que posteriormente valieron a Colau la censura del presidente de la mesa, el diputado Santiago Lanzuela:

El suceso, como era de prever, ha recibido gran atención, tanto por las formas de la primera como por la reacción del segundo. En mi opinión, no obstante, hay mucho más que analizar más allá de las formas, y es precisamente en la intervención de Lanzuela donde hay cuestiones de fondo en las que vale la pena detenerse.

Empezaré diciendo que, personalmente, no comparto el trato descalificador hacia Rodríguez Pellitero. Sea merecido el calificativo o no, empatice uno o no con la causa de la PAH y las personas que representa, el debate se encona y se esteriliza al faltar al respeto a los interlocutores, aún en el caso que estos hubieran podido faltar al respeto, de palabra o de obra, con anterioridad a otras personas. En este sentido, la censura del presidente de la mesa me pareció pertinente. Es, no obstante, una cuestión de formas donde cada uno tendrá una opinión y, por tanto, ni llegar a un acuerdo sobre la cuestión es probable ni tampoco muy importante.

Lo que merece más análisis, decía, es lo que se infiere de otras palabras de Lanzuela, que a mi parecer, apuntan a cuestiones de fondo y por tanto de mayor trascendencia.

En su interpelación, dice el presidente a Colau usted ha sido invitada aquí, ha venido usted invitada con toda cordialidad. Estas afirmaciones, aunque son formalmente correctas (sí, es el «Congreso» quien invita a alguien de «fuera» a ir allí), en realidad esconden un grave error de concepto. Dice el Art. 1.2. de la Constitución Española que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Técnicamente, no son los ciudadanos los que son invitados a asistir al Congreso: son los diputados los que han sido invitados por los ciudadanos a representarles en el Congreso.

Este giro semántico — que puede parecer una frivolidad para muchos — contiene en él las dos formas de entender un Parlamento: como el único lugar donde pasa la Política «con mayúsculas», o como un instrumento para hacer posible el ejercicio de la democracia con cierto nivel de eficacia y eficiencia, habida cuenta de que 47 millones de españoles no pueden coincidir en el espacio y en el tiempo para discutir todas y cada una de las cuestiones que les afectan como colectivo.

La segunda acepción es la que origina los parlamentos modernos ante la imposibilidad de reeditar la democracia griega. La primera acepción es la corrupción del concepto de política, ya que expulsa de él todo lo que no sucede dentro de las paredes del Parlamento: es política lo que sucede en el Parlamento y solamente lo que sucede en el Parlamento es política. Lo que pasa en la calle, no sabemos lo que es pero no es política.

Esta percepción de la política se refuerza con otra afirmación de Lanzuela:

Aquí, quienes estamos representamos a todos los españoles a través de unas urnas. Entonces usted viene con la legitimidad que crea usted adjudicarse con muchas firmas y con mucha gente. Aquí, los que estamos representamos a todos los españoles después de haber pasado por unas urnas y democráticamente respetando las reglas del juego democrático

El primer comentario es por construcción: cuando un diputado se legitima amparándose en las elecciones y en oposición a plataformas ciudadanas o a quien se manifiesta o protesta en la calle, ¿se da cuenta de que los ciudadanos que protestan y los ciudadanos que votan son en esencia la misma cosa?

El segundo comentario viene a reforzar lo ya mencionado más arriba: las elecciones, los parlamentos, la democracia representativa es una forma de canalizar los recursos para que la toma de decisiones sea más eficaz y más eficiente. Pero ello no excluye otras formas ni de debate, ni de participación ni, ni mucho menos, de toma de decisiones. La apelación a las urnas es, a menudo, una expropiación del ciudadano de las muchas otras formas que tiene de hacer política, que son suyas, que le pertenecen, sobre las que es totalmente soberano (la Constitución, recordemos), siendo el Parlamento solamente una, muy importante, pero en definitiva indirecta y subóptima (siendo el óptimo, claro está, decidir por uno mismo cuando ello sea posible).

Lanzuela denigra esas otras formas de hacer política por partida doble: con el repetido hincapié al «aquí» (en contraposición al «ahí fuera»), y poniendo en duda, condescendientemente además, no la representatividad de Colau sino la voluntad de un millón de personas al firmar una iniciativa legislativa popular, esa Cenicienta de la democracia a la que no se quiere invitar al baile.

El tercer comentario, con mayor carga moral y de especial relevancia en momentos de corrupción galopante, es la consideración de las elecciones como un préstamo o como un contrato con la ciudadanía, con el votante. Más que un cheque en blanco que expira a los cuatro años — que es como habitualmente se entienden las elecciones desde los cargos electos, y a las pruebas me remito —, un voto es un contrato por el cual el ciudadano presta soberanía a un candidato, que «vende» a cambio un programa electoral que luego (1) hay que llevar a cabo y (2) rendir cuentas sobre qué y cómo y hasta dónde se ha llevado a cabo dicho programa. Y ese contrato, insisto, es continuo, no discreto (de 4 en 4 años). Dado que las políticas toman su tiempo, y dado que las elecciones son costosas, el contrato se renueva automáticamente cada día por la mañana. Pero solamente si ambas partes han cumplido con lo acordado.

Cada vez que se utiliza la legitimidad de las urnas para justificar una suerte de superioridad moral de los cargos electos, habría que auditar si ese contrato sellado por esas urnas ha sido cumplido por ambas partes.

Toda esta reflexión ayuda también a comprender porqué el presidente de la mesa, ante la vehemencia de Colau, interpreta que nos ha hecho amenazas a los diputados y diputadas. Es tanta la distancia que han interpuesto algunos representantes públicos entre ellos y quienes dicen representar que las demandas de un grupo de ciudadanos se interpretan como amenazas.

Y es también de un sesgo descorazonador creer que todas y cada una de dichas demandas se dirigen contra un determinado grupo político u otro. Por norma general, a los ciudadanos no les importa quién lleve a cabo sus demandas, quién cubra sus necesidades, siempre y cuando aquellas se atiendan y estas se vean satisfechas. Que a menudo haya una coincidencia entre un tipo de demandas y un determinado color político no deja de ser una circunstancia, una mera cuestión instrumental. Y ayer, esa circunstancia, ese instrumento era Ada Colau, era la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que estaba en su casa, con toda la legitimidad del mundo.

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