Del voto electrónico a la democracia híbrida

Internet primero; después lo que convinimos a llamar Web 2.0; luego las redes sociales o las aplicaciones para tableta y móvil. Todo ello, unido con el descontento hacia el sistema de democracia representativa, parece conjurarse para reivindicar algo de soberanía para el ciudadano a base de recuperar la vieja democracia directa de la Antigua Grecia.

Esa democracia directa se edificó sobre dos fuertes bases: la primera, que el mundo era en cierto modo comprensible para un individuo, dada su relativamente baja complejidad; la segunda, que los ciudadanos podían dedicarse a tomar decisiones, a gestionar lo común, a la política porque una gran parte de la sociedad no estaba compuesta por ciudadanos con plenos derechos políticos: mujeres, metecos y esclavos.

Tras varios siglos de regímenes no democráticos, la democracia es paulatinamente recuperada por las nuevos estados liberales, pero con un añadido: los distintos estratos de instituciones intermediadoras. No en vano, en el siglo XVIII el mundo era ya enormemente complejo y el número de ciudadanos (formalmente) libres y con derechos políticos demasiados como para hacer eficiente y eficaz la implicación directa en la toma de decisiones.

¿Hasta qué punto estamos ahora en condiciones de tomar lo mejor de los dos mundos? ¿Podemos devolver soberanía al ciudadano a la vez que minimizamos los costes asociado la gestión colectiva gracias a las distintas tecnologías y espacios digitales?

Democracia directa y voto electrónico

Parece que del párrafo anterior se deriva, necesariamente, que el voto electrónico vendrá a sanear nuestra democracia —como el emprendimiento vendrá a sanear nuestra economía—. Votamos más, nos representan menos: todo bueno.

La buena noticia es que el voto electrónico goza ya de una salud formidable —al menos en términos técnicos—. No en vano, la gestión del voto tradicional ya es electrónica en muchas de sus fases.

Sabemos que el voto electrónico permite una mejor gestión del voto, —rapidez en el recuento, ahorros en términos logísticos (especialmente una vez la primera inversión está hecha)—, se facilita el acceso al voto a colectivos en riesgo de exclusión del proceso —expatriados, algunos colectivos de discapacitados—, permite mayor flexibilidad a la hora de votar —incluyendo cambiar el voto (sea esto bueno o malo)—, disminuye errores en las transiciones entre etapas, etc.

Sabemos, además, que en muchos aspectos es incluso más seguro que el voto presencial. Aunque las democracias más avanzadas han dejado de lado muchas prácticas ilegítimas, todavía son habituales en muchos comicios la compra de votos, obligar o prohibir un determinado sentido del voto, el robo o sustitución de papeletas, la manipulación del voto emitido…

Al voto electrónico se le atribuyen tres grandes debilidades: la posibilidad de la manipulación a gran escala; la introducción de una capa tecnológica que, como tal, puede introducir una nueva tipología de errores (tanto de hardware como de software); la mayor dificultad de auditar el proceso así como la concurrencia de nuevos actores al mismo.

Estos riesgos no son menores, ni mucho menos, pero cada vez son más relativos. La cuestión de la nueva tecnología y los nuevos actores es cada vez menos relevante en la medida en que esa tecnología y actores ya permean en el resto del proceso. En referencia a la manipulación a gran escala, sigue siendo un gran riesgo, pero los avances en cifrado, así como el desarrollo de modelos basados en blockchain pueden minimizar, a corto plazo, estos riesgos.

En el fondo, a menudo le pedimos a lo digital lo que no hacemos con lo presencial: ¿son los apoderados honestos? ¿pueden manipular papeletas? ¿y los miembros de la mesa? ¿qué pasa desde que el presidente abandona la mesa hasta que llega a la sede electoral municipal? ¿y con las urnas?

En el fondo, el gran problema del voto electrónico es el siguiente: ni aumenta la participación ni fomenta un voto más informado o reflexionado. Simplemente —aunque es mucho— hace más barato votar varias veces por sus claras economías de escala.

¿Es esto suficiente? ¿Justifican las alforjas este camino?

Democracia deliberativa y herramientas de participación

Hay algo que la democracia directa requiere y ni las mejores herramientas nos van a proporcionar por mucho que optimicen el proceso: tiempo. La democracia pasa por ejercer un voto bien informado, lo que a efectos prácticos requiere: un diagnóstico de la situación; una deliberación entre los actores afectados por un tema, sus distintas aproximaciones y las posibles soluciones al mismo; y una negociación donde se identifiquen escalas de valores, prioridades y consensos posibles. Todo ello antes de —o tan siquiera sin— votar.

La democracia deliberativa —asistida por diferentes herramientas de participación electrónica— permite precisamente trabajar estas tres fases —diagnóstico, deliberación, negociación— sin necesariamente fijarse en la toma de la decisión final (sea voto directo o a través de representantes electos).

En la democracia deliberativa no es tan relevante la decisión final, sino identificar qué temas son más relevantes para la agenda pública así como cartografiarlos extensivamente para que no se escape ningún matiz y sea más fácil aislar los puntos de coincidencia para construir consensos.

La principal asunción de la democracia deliberativa es el paso de la toma de decisiones puntual al debate continuo, a preferir procesos largos de construcción que la gestión de conflictos en procesos a menudo interminables y generalmente deslegitimadores.

Muchas de las herramientas de la tecnopolítica van en esta dirección, además de dotarse de canales de sincronización con otras herramientas de la democracia deliberativa tradicional.

Para empezar, la deliberación electrónica pone especial énfasis en escuchar más que en hablar: trabaja para que herramientas y plataformas faciliten la detección de comportamientos emergentes, el reconocimiento de patrones o la caracterización de tendencias. ¿Clicktivismo? No, punta del iceberg: lo que importa es lo que está debajo.

Las nuevas plataformas de participación electrónica y deliberación facilitan también bajar los costes de participar al posibilitar aportaciones sobre la marcha, en el lugar y momento adecuados. Y, sobre todo, en el tema adecuado: atrás queda la cuestión de tener que participar en todo (imposible) y tener que saber de todo (todavía más imposible): se trata aquí de hacer aportaciones cualitativas, fruto de la propia experiencia y formación, y que la suma del todo sea mayor que las partes. Algoritmos estadísticos o de inteligencia artificial nos van a ayudar en ello.

La democracia deliberativa, por tanto, no buscará que participe “todo el mundo” (aunque sería deseable) sino que participe “todo el mundo relevante en una cuestión”. Ese “relevante” es el eslabón débil del sistema: ¿quién lo define? ¿cómo sabemos que el grupo es significativo y representativo?

Democracia líquida, democracia híbrida

Entre la democracia directa, que puede decidirlo todo sin pensar, y la democracia deliberativa, que puede asamblearizarlo todo sin decidir nada, nos encontramos con la democracia líquida, que pretende recoger lo mejor de ambos mundos.

La democracia líquida consiste en delegar el voto de forma temporal —por norma general para cada decisión o voto a realizar a un intermediario a cuyo voto se añadirá el de todo aquél que haya delegado en él.

Aunque el concepto no es nuevo en ciencia política, tomó especial relevancia al ponerla en práctica el Partido Pirata alemán mediante la plataforma LiquidFeedback. De nuevo, la tecnología contribuye a hacer “fácil” conceptos que antes eran difícilmente sostenibles y, sobre todo, escalables.

Aunque técnicamente es muy prometedor, adolece de males parecidos a la democracia directa y la organización asamblearia: quién más tiempo tiene para dedicarse a la política, más fácil le resulta acaparar votos (o delegaciones de voto) y, con ello, poder. Nada que ya no conociéramos.

Una alternativa —aunque técnicamente se trataría de una des-delegación de voto— es la que propone Democracia 4.0: en su modelo, se funciona con una base de democracia representativa pero es posible rescatar el voto para posibilitar la democracia directa a todos aquellos ciudadanos que así lo deseen para todas las decisiones que, en su lugar, tomaría el órgano representativo pertinente (p.ej. el Parlamento). Por cada voto “rescatado” del representante se le resta a éste una porción de dicho voto, de forma que, en el límite, si todos los ciudadanos votasen, el Parlamento no tendría ningún poder.

Una opción intermedia a ambos modelos sería el modelo de democracia híbrida, que añade un delegado (temporal) al esquema combinado de democracia representativa (en un extremo) y de democracia directa (en el otro extremo). Así, para cada votación tendríamos tres opciones: dejar que nuestros representantes electos voten por nosotros, votar directamente, o bien delegar en un tercero (un amigo, un experto, un cuñado) nuestro voto para dicha decisión.

Esquema de un modelo híbrido de democracia directa-representativa
Modelo híbrido de democracia directa-representativa

Este modelo permite que cada ciudadano acomode sus preferencias de participación a distintos modelos para cada situación que se plantee. Y, probablemente, relativiza el poder de los recolectores de voto hiperactivos al poder seguir confiando en las instituciones como último (o primer) recurso.

El mayor inconveniente para su aplicación —al menos en España— es la forma como se eligen los representantes electos: para que podamos “restar” una fracción de voto al representante es necesario poder identificar al votante con “su” representante. Ello solamente es posible cuando cada distrito elige únicamente a un único representante, como ocurre con los distritos uninominales británicos. (Aunque técnicamente podría realizarse con cualquier sistema electoral, podría dar serios problemas de inconsistencia que llevaran a penalizar, injustamente, la opción de confiar en los representantes electos).

Repensar la participación, repensar las instituciones

Lo que la tecnología nos permite, hoy en día, es que podamos volver a pensar en el ciudadano apartando temporalmente el foco de las herramientas. O, dicho de otro modo, que podamos volver a diseñar sistemas de votación donde el ciudadano pueda rescatar su soberanía sin estar sometidos a las barreras de espacio y tiempo, de información y de comunicación, que antaño constreñían el diagnóstico de la voluntad del pueblo, la deliberación, la negociación y la toma de decisiones.

Las instituciones se han convertido, con los años, en centros de poder, en actores en sí mismos. Podemos ahora, con cuidado y sin romper nada, intentar que vuelvan a tener ese papel de caja de herramientas, de plataforma ciudadana, de ágora para la gestión colectiva de lo público.

Entrada originalmente publicada el 13 de junio de 2016, bajo el título El voto electrónico no es sólo un tema tecnológico: así podría cambiar la democracia tal y como la entendemos en Xataka. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse aquí bajo la etiqueta xataka.

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Democracia líquida: contra la falsa disyuntiva de la democracia directa o la democracia representativa

Imaginemos un mundo sin coches. Un mundo donde todo el mundo va a pie. De repente, se inventa el motor de explosión y, con él, se inventa el coche. ¿Qué hacemos? ¿Vamos todos a todas partes en coche? ¿Sí? ¿No? Bueno, ni sí ni no: seguramente seguiremos yendo a buscar el pan a la panadería de la esquina a pie. Lo que hará la existencia del nuevo medio de locomoción será abrirnos nuevos espacios, poner a nuestro alcance nuevas experiencias, acortar las distancias haciendo que lo que antes suponía horas o días de marcha a pie ahora sólo esté a unos litros de gasolina de distancia.

Imaginemos un mundo sin Internet. Un mundo donde el ejercicio de la democracia es costoso: informarse, deliberar, negociar, votar, evaluar las decisiones. De hecho, no es costoso: es muy costoso. ¿Qué hacemos? Delegamos gran parte de nuestro ejercicio de la democracia en terceros: gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos, ONG, medios de comunicación… ellos se informan, deliberan, negocian, votan y evalúan los resultados por nosotros. De vez en cuando nos lo cuentan y de vez en cuando nos piden que les votemos. Hasta aquí, cuestión de eficiencia y eficacia. Y realismo: menos unos pocos, el resto pagamos la casa y el plato de cada día no haciendo política sino ganándonos el pan con otras ocupaciones — ocupaciones que, como hemos dicho, no nos permiten el ejercicio de la democracia directa.

De repente, se inventa Internet. ¿Qué hacemos? ¿Vamos ahora todos a participar y eliminamos todos los intermediarios de la democracia representativa? ¿Sí? ¿No? ¡NO! Si no íbamos a buscar el pan en coche (excepciones aparte, está claro), ¿por qué deberíamos pasar de una democracia representativa a una directa sin ninguna transición? Al fin y al cabo, seguimos teniendo 24h al día. Por mucho Internet que tengamos, seguiremos teniendo que invertir un tiempo (que no tenemos) a informarnos, deliberar, negociar, votar y evaluar.

¿Sí? ¿No? Tampoco.

En general, los movimientos que defienden una desintermediación de la democracia no necesariamente piden el paso a una democracia directa, donde todos votamos todas y cada una de las decisiones que debemos tomar como sociedad, sino una democracia (representativa) más participada.

Hay dos mitos que se deben desterrar urgentemente del imaginario colectivo y que son tres grandes frenos a la evolución de una democracia, ahora sí, facilitada por las tecnologías de la información y la comunicación.

  • Que nadie sabe nada. Falso. Todos sabemos algo. Porque hemos estudiado una determinada disciplina, porque tenemos años de experiencia profesional en un determinado ámbito, o porque, simplemente, somos algo (somos padres, somos mujeres, somos inmigrantes…). Por lo tanto, en muchos casos, se puede participar sin empezar de cero (a informarse, a saber quién es quién) porque, sencillamente, domina una determinada cuestión, demanda o problemática.
  • Que todo el mundo deberá saber y participar de todo y, en consecuencia, moriremos en el intento. Falso. El hecho de que Internet ponga a nuestra disposición muchísima información no implica que necesariamente tengamos que asimilarla toda. De hecho, hace siglos que las bibliotecas tienen más información de la que nunca podremos procesar y nadie nos había pedido hasta ahora que lo hiciéramos: ¿por qué iba ser diferente con Internet?

Internet nos permite, técnicamente, ahora, participar en todo. Pero Internet no nos obliga a participar en todo. Entre la democracia representativa y la democracia directa hay un punto intermedio: algunos lo llamamos democracia líquida.

¿En qué consiste? Fácil: en los temas que uno domina — porque los ha estudiado, porque tiene experiencia, porque le afectan especialmente o porque tiene un interés particular en ellos — hacemos posible que el ciudadano participe directamente. Como domina los temas, los costes de participar serán bajos para el ciudadano y, por supuesto, además se le supone motivación. En los temas que un ciudadano desconozca o no tenga ningún tipo de interés o motivación, dejemos que este ciudadano delegue el voto en alguien. Ese alguien puede ser, como se ha hecho tradicionalmente, un partido político. Pero ese alguien también puede ser otro ciudadano al que, puntualmente y para esta cuestión, le sea delegada la facultad de representar a los ciudadanos que confíen en él.

En resumen: democracia directa o participación cuando queramos o cuando podamos, y democracia representativa cuando no queramos o no podamos, con la particularidad de que no necesariamente esta representación vendrá de la mano de listas que, a menudo (como se ha demostrado) ni tienen conocimiento sobre una cuestión ni, además, quieren tenerlo porque sus intereses personales o de grupo se anteponen a los de la ciudadanía.

Esta variante no está exenta de problemas, ¡por supuesto! Pero no caigamos en el engaño de pensar que sólo hay dos extremos en el ejercicio de la democracia.

Entrada originalmente publicada el 1 de abril de 2014, bajo el título Democràcia líquida: contra la falsa disjuntiva de la democràcia directa o la democràcia representativa en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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Democracia representativa, democracia directa o democracia líquida

Coro Xandri me escribe preguntándome sobre democracia directa y democracia líquida, a partir, sobre todo, de lo que dije en A hybrid model of direct-representative democracy.

A continuación reproduzco las preguntas y las acompaño de mis propias reflexiones. He cambiado el orden de una pregunta (la primera, que iba al final) porque creo que aporta más claridad al texto.

¿Qué aporta una democracia líquida que no tenga un sistema de democracia directa (mejor dicho, semidirecta) como el de Suiza, con referéndums para bloquear leyes y iniciativas populares con votación obligatoria?

La democracia híbrida aporta una nueva capa de intermediación independiente de la intermediación que hacen los representantes elegidos una vez cada cuatro años en las urnas (democracia directa).

La democracia directa permite, en determinadas votaciones, prescindir de los representantes electos y pasar a decidir (votar) directamente una cuestión. La democracia híbrida añade, además, la posibilidad de delegar el voto a un ciudadano como nosotros que, solamente en esta ocasión, nos representará. Se da la paradoja que esa persona, a su vez, puede delegar su voto en otra, con lo que «arrastra» los votos que le habían sido cedidos para cederlos, a su vez, a la persona en la que este confíe.

¿Qué ventajas ves en la democracia directa o líquida frente la democracia representativa?

La principal ventaja de la democracia representativa es que permite que alguien pueda dedicarse profesionalmente a la toma de decisiones que nos afectan a todos, a gestionar la cosa pública. Más allá de las connotaciones negativas que el concepto «dedicarse profesionalmente a la política» pueda haber ido ganando con el tiempo, la cuestión es que la gestión de lo público es algo tan complejo que solamente alguien que cobre por hacerlo puede acabar siendo eficaz y eficiente en esta empresa. Informarse, crear espacios de deliberación, negociar, tomar decisiones y auditar los resultados son tareas que consumen el recurso más limitado que tenemos: el tiempo.

El principal inconveniente de la democracia representativa es que puede acabar alienando al ciudadano de todo el proceso político, dejando de informarle, inhibiéndolo de la deliberación y la negociación, ninguneándolo en la toma de decisiones e incluso ocultando los resultados. El problema no es solamente que no se le deje participar en algo que le es propio, sino que también éste, el ciudadano, acabe por abdicar de toda responsabilidad en lo que a temas públicos se refiere, esperándolo todo del Estado sin aportar nada a cambio. Exigir derechos sin soportar ninguna obligación. Y lo mismo, está claro, para los causantes de dicha situación: los políticos que trabajan de espaldas al ciudadano o incluso contra él.

La democracia directa, la democracia deliberativa o la democracia líquida son formas que vienen a corregir algunos de los fallos anteriores, cada una con una aproximación distinta y cada una con diseños institucionales diferentes. En todos los casos el factor común es devolver soberanía al ciudadano, haciendo posible la participación y, con ello, haciendo recaer de nuevo sobre sus espaldas parte de la responsabilidad de gestionar lo público.

¿Por qué es más recomendable un sistema de democracia líquida que un sistema de democracia directa?

La democracia directa es lo completamente opuesto de la democracia representativa (siempre dentro de un sistema democrático, está claro). Donde la democracia representativa falla, que es en la participación y la corresponsabilidad del ciudadano, ahí tiene su fuerte la democracia directa. Donde la democracia representativa es fuerte — dar recursos e incentivos a unos determinados ciudadanos para que puedan dedicarse a tiempo completo a la política y con ello evitar que se «distraigan» teniendo que gestionar sus intereses privados — ahí tiene su talón de Aquiles la democracia directa: la democracia directa requiere mucho tiempo (para conocer los problemas, para comprenderlos, para identificar las soluciones, para debatir, para…..) que compite con nuestras obligaciones cotidianas.

La democracia híbrida (la posibilidad de participar directamente allí donde queremos, delegar nuestro voto en quien confiamos para determinadas cuestiones o, en su defecto, optar por una modalidad de democracia representativa para el resto) recoge lo mejor de todas las opciones: permite actuar directamente allí donde el coste de participar no es muy alto (porque conocemos bien el tema, porque tenemos una opinión bien formada), delegar el voto en quien confiamos y para quien participar directamente no será una carga, o bien poder «desentendernos» de un tema (dar el voto a los prepresentantes electos) allí donde o bien no tenemos una opinión, o bien nos es muy caro elaborarla o, simplemente, el tema no nos interesa o incumbe en demasía.

En algún artículo tuyo [Desintermediación en democracia ¿en qué sentido?] te proponías combinar la democracia líquida con la democracia 4.0. A mí me pareció muy buena idea, por lo que a mi trabajo he explicado la democracia líquida y la 4.0 como si fueran inseparables. ¿Qué puede aportar la democracia 4.0 a la democracia líquida?

Considero que la democracia híbrida va un paso más allá que la Democracia 4.0. Tal y como se describe la Democracia 4.0 por sus impulsores, su propuesta es combinar la democracia directa con la representativa. Democracia 4.0 presenta dos extremos: la democracia representativa tal y como la planteamos en un extremo, y en el otro, donde todo el mundo votaría directamente, una democracia directa pura. Entre los dos extremos, un amplio abanico donde al peso del voto de un diputado se le resta el peso de los votos emitidos directamente por los ciudadanos que hayan optado por participar.

La democracia híbrida comparte esta misma mecánica pero le añade la posibilidad de delegar el voto directo en un tercero que no es ni el propio ciudadano ni el representante electo (p.ej. el diputado). Así, a los dos anteriores extremos se le añade un tercero donde solamente votan representantes ad hoc, representantes que, a diferencia de los electos, pueden cambiarse para todas y cada una de las sesiones de votación que se programen.

Así, pues, la Democracia 4.0 aporta una base sobre la cual la democracia híbrida intenta edificar un sistema más complejo de intermediación o representación temporal y no basada en partidos sino en la red de confianza de los ciudadanos a título individual.

¿La democracia líquida debería producir necesariamente online? ¿Sería muy compleja la implementación y el cambio del sistema actual a uno de democracia líquida online? ¿Qué pasos deberíamos pasar? ¿Estaríamos preparados los ciudadanos para un sistema como éste? ¿Qué pasaría con los ciudadanos que no tienen suficientes conocimientos de informática?

La democracia líquida y la democracia 4.0 necesariamente requieren el apoyo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Si bien conceptualmente ello no es necesario, sí lo es en la práctica y no cabe duda de que este es el motivo por el cual la reflexión sobre estas cuestiones ha tomado gran relevancia en los últimos años — además del desencanto, está claro, respecto a la percepción de la calidad de la democracia representativa que tenemos hoy en día.

Internet nos permite gestionar conocimiento y comunicarnos entre nosotros de forma casi instantánea y a costes marginales ridículos. Ello hace que, aún con muchas salvedades y precauciones, no sea ya estrictamente necesario coincidir en el espacio y en el tiempo (p.ej. en el pleno del Congreso) para tomar decisiones de forma conjunta, previa información y deliberación.

Las actuales barreras no son técnicas: el voto electrónico es ya posible y goza de muy buena salud… a nivel tecnológico. Las barreras son, pues, legales y, sobre todo, culturales.

Las barreras legales, no obstante, son «fáciles» de superar, ya que «bastaría» con llegar a un acuerdo en el Parlamento y hacer posible legalmente un modelo de democracia distinto.

El mayor problema, sin duda, es que hemos perdido cultura democrática. Hemos perdido — o a lo peor jamás hemos tenido — la conciencia de que la democracia no es votar, ni mucho menos elegir a unos representantes, sino que hay que informarse, crearse una opinión informada y deliberada, cotejarla con la de los demás en un debate abierto y constructivo, ordenar las preferencias según una escala de valores y negociar con aquellos que tienen sus valores ordenados de forma distinta, etc. Todo esto forma parte del ejercicio democrático y seguramente estamos muy lejos, como colectivo, de poder asumir tanta responsabilidad de golpe.

Seguramente habría que empezar implementando un modelo de democracia híbrida en niveles cercanos al ciudadano (p.ej. Ayuntamientos), con temas que le sean muy familiares, y con un gran acompañamiento en todas y cada una de las fases, de forma que sea más importante el desarrollo del proceso que no la decisión alcanzada. Los costes de hacer esto son elevados y solamente será posible con un consenso generalizado de que esto es una inversión que tendrá su retorno y no un gasto que viene a restarse de otras partidas.

Sobre los ciudadanos con un nivel bajo de competencia digital hay tres comentarios importantes a hacer. El primero es que el sistema debería — y seguramente puede ya — ser lo suficientemente sencillo como para no hacer de la tecnología una barrera: cada vez hay menos gente que no sepa o no se atreva a hacer una compra o una reserva en línea (los hay, pero decreciendo). Por otra parte, tenemos varios organismos (bibliotecas, telecentros, centros cívicos, etc.) que podrían ayudar a luchar contra este miedo o falta de competencia digital.

El segundo es que la capa intermedia — delegar el voto en una persona de confianza — hace que sea más fácil el participar. En última instancia vale la pena recordar que siempre queda la opción de inhibirse y, en lo que a uno se refiere, optar por la modalidad de democracia representativa — voto en las urnas a mi diputado y me olvido del tema.

El tercero tiene relación con lo dicho anteriormente: los problemas de la brecha digital, más allá del acceso físico a las infraestructuras, están fuertemente relacionados con la educación y el nivel de renta, igual que sucede con la participación política. En el fondo, pues, el problema no es de «conocimientos informáticos», sino de equidad y justicia social a la hora de dar educación y recursos a los ciudadanos para que puedan emanciparse y participar en total libertad.

¿Qué problemas tendría una democracia líquida en cuanto a privacidad y seguridad? ¿Qué se debería hacer para tener un sistema seguro y que mantenga la privacidad?

El voto electrónico está suficientemente avanzado como para poder hacer todo el proceso seguro y privado. Las pocas debilidades que pueden permanecer no son muy distintas a las del voto no electrónico, mientras que los beneficios son seguramente mayores.

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