Entre la vieja y la nueva política: cleptocracia, plutocracia y un infierno de buenas intenciones

En un para mí excelente artículo — Nueva y vieja política: del 11-S al 9-NQuim Brugué describe tres pilares de la democracia representativa que no habría que perder de vista, dado que son lo que hace del gobernar un arte que nunca va a contentar a todos — y, que deviene, por tanto, fuente de desencuentros, especialmente en problemas complejos.

Brugué identifica la «vieja política» con (entre otros) estos tres pilares, y se pone en guardia ante una «nueva política» que podría estar poniendo en duda estos fundamentos de la democracia representativa y a partir de los cuales funciona todo el cosmos institucional con el que nos gobernamos hoy en día.

Comparto a pies juntillas el artículo de Brugué, también respecto a sus miedos y dudas sobre lo que los anglosajones llaman tirar al niño por el desagüe con el agua del baño, es decir, arrancar el trigo con la cizaña: algo de provecho habremos aprendido en 2.500 años desde la democracia ateniense, más de 200 de democracia liberal y, para el caso de España, 40 años de democracia restaurada.

Hay, no obstante, un punto central en la tesis de Brugué con el que discrepo profundamente, aunque no por ello vea inválidos sus argumentos: creo que lo que vivimos hoy en día no es la vieja política que tan bien caracteriza Brugué. Y, en consecuencia, cabría volver a preguntarnos contra qué realidad se enfrenta la nueva política. Hace tres años, al responder qué pedían los indignados, me atrevía apuntar que a que se dé un debate para reformar y mejorar el ejercicio de la democracia a partir de una transición de una democracia industrial a una democracia en red. A continuación voy a argumentar porqué creo que el tiempo ha reforzado esta postura a la vez que la hace compatible con los apuntes de Brugué. Utilizaré, además, el mismo esquema que en su exposición.

La propia diferenciación entre sociedad civil e instituciones públicas es discutible

Argumenta Brugué que no hay dos esferas en la vida pública: la sociedad civil (organizada) y las instituciones públicas, sino que hay diversos puentes y enlaces que confunden las fronteras entre una y otra.

Estoy de acuerdo. Pero sí creo que es distinguible lo que es el interés público de lo que es el interés privado. Es más, reforzando la tesis de Brugué, creo que lo que difumina las diferencias entre sociedad civil organizada de las instituciones públicas en la vieja política es precisamente su común interés por lo público.

Pues bien, como se ha demostrado hasta la saciedad, muchas instituciones públicas (empezando por muchos cargos electos) ya no dirimen con el interés público, sino con su propio interés (privado) o con el interés de algunos grupos de interés (privados). Este sesgo cleptócrata o plutócrata rompe las normas del juego y convierte a la vieja política en otra cosa: en corrupción y en tiranía.

Cuando la nueva política clama que no nos representan o que somos el 99% quiere poner de relieve (especialmente, aunque no solamente) esta situación. No pretende separarse de las instituciones sino, bien al contrario, recuperar la representatividad que estas perdieron en favor de unos pocos. En mi muy personal opinión, Podemos es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

El peligro de paralizar la acción colectiva

El segundo argumento es que los intereses de la sociedad son dispares y que sus contradicciones pueden llegar a bloquear la toma de decisiones, la acción colectiva. De nuevo estoy de acuerdo en que las instituciones políticas pueden ser una buena medida para cortar ese nudo gordiano en que se convierte ordenar las preferencias de los ciudadanos, aunque sea a riesgos de tomar decisiones impopulares o que incluso perjudiquen a unos pocos.

Sin embargo, es también cierto que no hay acción colectiva sin deliberación. Y, de nuevo, hay que reconocer que ha quedado demostrado también que los espacios de debate han sido dinamitados en sus fundamentos. Aún tomando los Parlamentos y cámaras de representación como legítimos (ver punto anterior), su papel como ágora política está más que puesto en duda, verbigracia de los medios de comunicación, ese cuarto poder: la confrontación de opiniones y presentación de proyectos han dado paso al tacticismo político, la guerra de trincheras y la destrucción del oponente — que no de sus ideas.

Cuando la nueva política clama por una acción más directa no se refiere (solamente) a una recuperación de la soberanía o a una des-delegación (en la forma de democracia directa o participativa), sino también a recuperar espacios de debate, a llamar a todos los agentes implicados a personarse e implicarse en este debate y aportar sus particulares puntos de vista, a poner en valor una democracia deliberativa ahora mucho más posible gracias a mejor tecnología y mayor nivel educativo de la población. No se trata, pues, de paralizar la acción colectiva, sino de enriquecerla, de destruir la dictadura de las minorías poderosas con la pluralidad de la minoría. En mi muy personal opinión, Guanyem Barcelona (y afines) es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

Las relaciones entre estado y sociedad civil nunca han sido de subordinación: la política se ve obligada a repartir razones

Ya he comentado hasta aquí que, efectivamente, las instituciones políticas no son un genio de la lámpara a demanda y que puede y debe decepcionar a unos para contentar el interés colectivo (por supuesto, esta afirmación tiene también sus grises según uno se aproxime a ella por la derecha o por la izquierda). No entraré de nuevo, pues, en cuestiones como la representatividad (en entredicho) y la deliberación (dinamitada) donde aunque no se generen unanimidades, sí se generan consensos y acuerdos.

Pero se ha demostrado de forma tozuda, una y otra vez, que aún obviando la necesaria representatividad y la beneficiosa deliberación, las decisiones (que no pueden beneficiar a todos), aun bienintencionadas, se toman de forma opaca o, a lo sumo, aportando información parcial, medias verdades o pura desinformación al ciudadano. Así, podemos saber inmediatamente a quién descontenta una determinada política, pero es cada vez más difícil dirimir en aras de qué interés colectivo o cuál interés privado se toma una decisión. Insisto: esto sucede aún en casos bienintencionados pero instalados en el antiguo paradigma que la información es cara de transmitir, es de propiedad de la Administración o, simplemente, el ciudadano no va a tener tiempo ni conocimientos para saber qué hacer con ella.

Cuando la nueva política clama por una política que dé razones, no se está pidiendo que «nos» den la razón, sino que aporte el fundamento sobre el cuál se edificó el proceso de toma de decisiones. Hay una fuerte tendencia en la nueva política estrictamente dirigida a la transparencia en la arquitectura de la gobernanza y a la rendición de cuentas de todo aquello que afecta a la cosa pública, desde los ingresos hasta los impactos, pasando por los gastos y en cómo se diseñaron e implementaron dichas partidas. En mi muy personal opinión, la Red Ciudadana Partido X es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

Un infierno de buenas intenciones

Hasta aquí he querido poner de relieve cómo lo que Quim Brugué llama vieja política no es, en absoluto, lo que ahora se sirve cada cuatro años y en cómodos recortes (de derechos, que no económicos: esa es otra historia). Y que, por tanto, la nueva política, si bien corre el riesgo de caer en los errores que apunta Brugué, en mi opinión está apuntando sus dedos hacia otra cosa: lo que realmente se llevó por delante la vieja política. Los antisistema. Los de verdad, los que convirtieron el legislativo, el judicial, el ejecutivo y los medios de comunicación en una maraña dramatúrgica para distraer al ciudadano y no para representarlo.

La antigua democracia griega se fundamentaba en una participación muy directa del ciudadano. Esta es la verdadera vieja política: implicarse. Quienes idearon las modernas democracias liberales, más de 2.000 años después, se dieron cuenta que no era posible volver a la vieja política sin ciudadanos no libres (a saber, mujeres y esclavos, una suerte de redundancia en los términos en aquel entonces) por lo que la democracia representativa salió de la chistera a gran escala. Y, con la representación, vino la corrupción del término.

La nueva política no lucha contra la vieja política, sino todo lo contrario: aspira a recuperarla, acercándose a Grecia tanto como las nuevas tecnologías lo hagan posible, con nuevas ágoras, nuevos senados realmente representativos, con la posibilidad de la participación directa o parcial y temporalmente delegada. Virtual o presencial (potenciado por la tecnología como instrumento, eso sí).

Por supuesto no todo lo que se interpone entre la vieja política y la (vieja) nueva política es corrupción y cleptocracia. Estoy plenamente convencido de que hay un buen número de personas dedicadas a la política que intentan tender puentes entre vieja y nueva política. No obstante, tengo la sensación que en muchas ocasiones dan más importancia a lo que yo personalmente considero síntomas que a lo que seguramente son sus causas. Y la nueva política, el 15M, los movimientos sociales o como convengamos llamarles son, creo, síntomas de una revolución en ciernes, un movimiento hacia una política extrainstitucional debido a una profunda desafección política.

Y, en consecuencia, considero que la pregunta no debería ser adónde nos lleva el 15M, sino que nos condujo a él.

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