¿Cambiar la política desde dentro? El «sí, pero» del 15M

Aunque siempre ha sido muy difícil — e incluso discutible — concretar qué pedía exactamente el movimiento del 15M, en mi opinión queda cada vez más claro que el mensaje, si no único sí hegemónico, era (o es) el de reformar las instituciones democráticas en aras de una mayor calidad en la gobernanza del sistema.

Y esta reforma, al menos inicialmente, parecía darse desde dos frentes: o bien intentando que el mensaje capilarizara dentro de los partidos, a partir de la indignación de los políticos (especialmente los de base) o bien, desde una posición más ajena a la ortodoxia, reemplazando o prescindiendo de las instituciones existentes a partir de una participación esencialmente extra-representativa.

En otras palabras, parece, en mi opinión, que todo lo concerniente al 15M o bien apuntaba hacia que los que ya habitaban las instituciones democráticas reflexionasen sobre la necesidad de depurarlas y actualizarlas; o bien se daban por perdidas y se apostaba por hacer borrón y cuenta nueva, creando nuevas (para)instituciones al margen de las existentes. No habría, pues, término medio.

Sin embargo, podría ser que estos dos caminos también se estén agotando y, en su lugar, se estuviese explorando el camino intermedio, es decir: participar en las instituciones para cambiarlas.

Este fue el principal mensaje que personalmente extraje de las pasadas jornadas Instituciones de la Post-democracia: globalización, empoderamiento y gobernanza, aunque es una cuestión que los últimos meses parece estar en boca de muchos.

Por una parte, parece agotada la vía de indignar a los políticos, la mayoría de los cuales están más pendientes de tapar sus vergüenzas o hacer oídos sordos a las de sus compañeros que no de regenerar la democracia.

Por otra parte, parece agotada también la vía de sortear las instituciones establecidas para hacer una «democracia en paralelo»: no solamente los costes de la vía extra-representativa y la democracia directa son muy elevados (una de las ventajas de la democracia representativa es, precisamente, su escalabilidad), sino que las instituciones formales se han parapetado y han iniciado una potente ofensiva contra todo aquello que ocurra fuera de los partidos, los parlamentos y los gobiernos. Desde el sonado enroque contra la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) por la dación en pago que dio al traste con ella, hasta un sinnúmero de excesos policiales y «ataques preventivos» desde los gobiernos que han criminalizado la práctica de muchos derechos relacionados con la libertad de expresión y de reunión. De la misma forma que los ciudadanos han salido a la calle a luchar por sus derechos, también han salido a la calle las instituciones democráticas para, en muchos casos, luchar contra sus propios ciudadanos.

¿Qué solución queda pues, decíamos?

Concurrir a las urnas.

Una opción que jamás se había oído y, de ser así, se había tomado demasiado en serio, parece ir cogiendo forma en muchos ámbitos activos en política pero enormemente desencantados con las actuales opciones.

Esta es, sin duda, la opción que desde el establishment siempre se ha echado en cara a los protestantes e indignados: siga usted el camino formal para que sepamos a quiénes y a cuántos representa usted.

Que esta sea la opción que algunos puedan estar ahora considerando no debería verse, en mi humilde opinión, como un logro del «buen hacer» y como una prueba de la fortaleza del sistema democrático, sino todo lo contrario: como una (necesaria) renuncia a explorar vías más innovadoras como consecuencia de la cerrazón y la lucha sin cuartel de las instituciones a abrirse, a hacerse más transparentes, a hacerse más participativas, a hacerse más democráticas.

Si el «15M acaba entrando en política» (sea como fuere que tome cuerpo o cuerpos y si lo acaba haciendo) no habría que interpretarlo como una claudicación del mismo a las formas imperantes, sino como un decidido último asalto de Agamenón a Troya: colocar a Odiseo dentro de la ciudad con la ayuda de un caballo de madera, para arrasarla después y no dejar piedra sobre piedra.

Es probable que esta interpretación mía sea incorrecta. Pero la conjunción es favorable. Estamos asistiendo a un movimiento simétrico al ocurrido durante los primeros años de la Transición. Al menos en términos de intención de voto, se revierte la tendencia a la concentración de partidos que vivimos de 1978 a 1996 para pasar a todo lo contrario: en una suerte de Segunda Transición, el bipartidismo se desmorona dentro de una crisis política de múltiples factores y empieza a dar paso a nuevas formas de participación extra-representativa que, en muchos casos, parecen ir apoyando a formaciones políticas alternativas.

Cuán fuerte es esta tendencia, qué harán esas formaciones alternativas, o si habrá nuevas formaciones que hagan propuestas todavía más innovadoras es algo que es difícil de prever. Pero también cabría afirmar que el delicadísimo equilibrio en el que nos encontramos no puede aguantar mucho tiempo más.

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