Violencia en la calle: tragedia en tres escenas y un epílogo

Los hechos de la noche del pasado 29 de marzo de 2012 en Barcelona — donde la manifestación contra la reforma laboral acabó con graves altercados violentos y enfrentamientos entre algunos ciudadanos y la policía — han vuelto a poner sobre la mesa el huevo y la gallina de la violencia en la calle: ¿la policía provoca y se extralimita con todo viandante a la vista, o hay un grupo de asilvestrados que arremete con todo y que debe ser reducido a toda costa?

La revolución digital ha puesto en manos de todos y cada uno de nosotros una cámara de fotos, una cámara de vídeo e infinidad de lugares desde donde difundir el material audiovisual, literalmente a todo el mundo y a un coste prácticamente despreciable. No obstante, y contra lo que podría dictar la intuición, todo este material digital no ha servido para sacar a relucir la verdad, sino para enconar hasta límites también violentos ese debate sobre quién es más violento.

El (triste) escenario suele parecerse al siguiente:

  • Un grupo de personas se destaca del grupo — tanto físicamente como filosóficamente — y aparece atacando mobiliario urbano, propiedad privada y, a veces, otras personas (entre ellas fuerzas del orden).
  • En otro plano, aparecen estas fuerzas del orden, arremetiendo contra los primeros. La policía aparece en primer plano y los anteriores en segundo, o viceversa, según la intencionalidad del «periodista ciudadano».
  • Tras las cámaras, pero también como telón de fondo, una miríada de teléfonos móviles y cámaras de foto y vídeo tomando nota de todo el asunto.

Las escenas anteriores se repiten casi de forma idéntica con independencia del lugar y momento de los hechos, desde los ataques a los diputados del Parlament de Catalunya del 15 de junio de 2011 a las calles de Barcelona del 29 de marzo de 2012.

En algunos casos es como un gran teatro del absurdo, con una minoría campando a sus anchas entre los ataques policiales y una numerosa mayoría siendo testigos de todo, tomando nota, taquigrafiando, pero jamás interviniendo ni en defensa de los unos ni de los otros.

La impunidad del policía que abusa de su poder (que no de su autoridad, de la que ya carece a estas alturas) es incontestada como lo es la impunidad del que se abandona, como a una droga, a la violencia gratuita.

La profesionalidad del policía que intenta reducir al violento es igualmente incomprendida como la honestidad del manifestante pacífico que quiere ejercer su derecho a expresarse.

La calle se ha convertido en un gran ring donde ir a tomar instantáneas para reforzar los apriorismos de cada uno: la violencia del sistema, la policía represora, los violentos antisistema, los molestos vagos y maleantes, etc. Tópicos que nos traemos de casa y a los que hay que poner fotografía o unos segundos de metraje para mostrarlos de vuelta a casa: ¿ves, ves? ¡Que hij…!

¿Y en la platea?

En la platea de este teatro de desvencijada democracia, partidos y medios de comunicación haciendo otro tanto, pero a gran escala. Se pone con tal fuerza el acento en la tónica del propio ideario que el resto de matices quedan relegados a una muda atonía.

La instrumentalización que en estos momentos se está haciendo de la violencia en la calle no es solamente vergonzante, sino peligrosa. El resultado de dicha instrumentalización no es — o será — muy distinto de otros tantos usos de otras tantas cuestiones de gran calado público. Mientras nos tiramos las pateras por la cara, los inmigrantes mueren en el estrecho. Mientras repensamos la enésima reforma educativa, los estudiantes pinchan en PISA. Mientras decidimos si es peor el escote que el burka, las mujeres mueren en casa. Mientras mantenemos un monólogo maniqueo sobre quién es más violento de entre los violentos, las instituciones pierden legitimidad, la impunidad campa a sus anchas, la violencia se vuelve deporte.

Mientras grabamos y estamos pendientes de los síntomas, quedan, tras las cámaras, las causas.

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