La responsabilidad política de la violencia policial

En un mundo ideal, cuando un niño suspende, los padres lo hablan entre ellos, se sientan con el hijo a ver qué y (sobre todo) por qué ha suspendido, se entrevistan con el profesor o profesores para contrastar opiniones y acordar estrategias compartidas. Esas estrategias serán un conjunto de medidas de acción que dependerán de las razones que llevaron al suspenso: de apoyo al estudio, de cambios en los patrones de convivencia en casa, punitivas, etc.

En el mundo real, cuando un niño suspende, discuten entre ellos para ver a quién hay que culpar (jamás a uno mismo), los padres lo agasajan para compensarle el disgusto, y acaban en la escuela para amenazar (a veces también agredir) al profesor que ha osado perturbar la paz del hogar con un suspenso. Y la vida sigue igual.

En las últimas semanas han tenido lugar determinados sucesos de violencia policial totalmente inexcusables. Si bien es cierto que tomados a peso y en relación a otros enfrentamientos con las fuerzas del orden no han sido muchos, tomados de forma cualitativa, en función de los principios (y no de los porrazos), sí han sido muy muy significativos, por lo que suponen de falta de respeto a los derechos ciudadanos y de subversión absoluta de lo que se supone es el papel de las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, y como en el caso con el que abríamos, la clave en esos sucesos no es si el niño ha sido un gamberro en clase y se ha ganado un suspenso, sino (1) por qué y (2) cuál va a ser la reacción de los padres.

En un mundo ideal, ante una situación de violencia policial, los responsables directos de esos agentes se reúnen con los responsables políticos, se analiza la situación, se ve qué ha sucedido y por qué; se sientan estos y aquellos con los (supuestos) agresores para saber su parte de la historia y se sientan todos con los (supuestos) agredidos para saber la parte restante. Al final, se realiza un informe que lo contenga todo y se valoran las distintas actuaciones, que pueden ir desde sancionar al policía hasta multar al agredido porque resultó ser un provocador probado. En un mundo ideal esto es fácil de hacer, porque abunda la información y los testigos.

En el mundo real, algunos miembros de la policía parecen hacer caso omiso de las mínimas normas de conducta y educación — no como agentes del orden, sino como personas —, ya sea por desconocimiento (grave) como por puro cinismo y sabiéndose impunes (peor).

Los responsables directos de estos tiran pelotas arriba, hasta la cima de la famosa cadena de mando, escudándose en que cumplen órdenes, en que el «bonismo» y el «buenrollismo» (léase educación y civismo, pero con connotaciones negativas) está bien para las charlas de café pero no para la dura vida en la calle, y en que fueron provocados y la provocación merece una respuesta (violenta).

Los responsables políticos, los gobiernos, cegados por la apabullante cantidad de muestras gráficas de las agresiones, no solamente cuestionan las razones sino que niegan de plano los hechos. Condenan al ciudadano ex ante, sin juicio ni posible defensa. No es que se les pida lo contrario, que condenen a la policía: se pide neutralidad y equidistancia. Se cuelga el cartel de «No molesten: elecciones», y a otra cosa.

Los partidos en la oposición aprovechan el mar revuelto para ahondar en sus tácticas de destrucción masiva. Instrumentalizando a la ciudadanía, lanzan el ataque hacia el gobierno y se piden dimisiones. Jamás se piden investigaciones, serenidad, respeto por la ciudadanía. Dimisiones, elecciones, socavamiento y derribo del adversario. A costa del ciudadano.

Los partidos en el gobierno (que no es lo mismo que el gobierno), en un acto espejo del anterior, cierran filas con los responsables políticos directos (indirectos son todo el resto). Contraatacan la violencia política enemiga, justifican lo injustificable (no la violencia policial, sino el ninguneo de que la haya podido haber o no), se solidarizan incondicionalmente con el dirigente (a menudo un virus que corrompe el partido desde dentro), y hacen apuestas sobre, en el caso en el que al final acabe cayendo, quién va a reemplazarlo.

La reyerta política capilariza hacia abajo, hasta el militante que con sus cuotas — que otorgan voz pero normalmente no voto alguno — y sus diatribas acríticas sostiene un sistema político que se sitúa en una dimensión paralela al mundo real.

Mientras, en ese mundo real, algunos policías violentos siguen campando a sus anchas mientras sus compañeros también callan. Han sido instruidos en ese insólito corporativismo donde lo que importa es mantenerse dentro de la estampida, aunque el rebaño los conduzca directos al abismo. Es el compañerismo que tolera lo intolerable, primo hermano del crítico con la calidad de la sanidad pública que acepta pagar servicios en negro, o del corrupto que transige si hay también una parte para él.

El problema de la violencia policial no son dos o tres iletrados con porra.

El problema de la violencia policial es que hemos consentido a nuestros cargos electos el sentirse libres de ofenderse cuando les pedimos que rindan cuentas.

El problema de la violencia policial es que hemos acostumbrado a nuestros cargos electos a vivir en su endogamia, en su pequeño círculo de ideas abstrusas y arcanas sobre la cosa pública.

El problema de la violencia policial es que hemos aupado a nuestros cargos electos a vivir en su abyecta concepción de qué es la política, ese pequeño y ajeno inconveniente que hay que gestionar para mantenerse en el poder.

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